Revista Cultura y Ocio

Pequeña

Publicado el 20 marzo 2018 por Vetusta
Dormía plácidamente y su madre, a la que aún no conocía, la contemplaba arrobada.
Era preciosa. Aquel pelo tan suave, oscuro y brillante, sus largas pestañas, sus ojos almendrados que lo miraban todo con curiosidad, su boquita de labios finos que se curvaban constantemente en una sonrisa deslumbrante que le robaba el corazón.
Su mano agarraba con fuerza la de su madre, como reclamando su atención.
Decía, no me sueltes nunca.
Ella no pensaba hacerlo. Ahora que por fin estaban juntas no pensaba dejarla marchar.
Se había jurado a sí misma cuidarla y protegerla. Entendía por fin eso que llaman amor incondicional.
Cuando supo que ella llegaría a su vida, se imaginó muchas veces cómo sería; la veía en sueños, notaba su presencia en la casa, aunque no era más que una fotografía colgada en la puerta de la nevera.
Algún día, cuando hubiese crecido lo suficiente, le contaría su historia. Cómo había deseado su llegada tanto tiempo, cómo anhelaba estrecharla entre sus brazos. Todas las dificultades y el largo camino que había tenido que recorrer para tenerla. Pero las lágrimas, los momentos de desesperación, la frustración mal contenida, ya habían pasado. Y aquí estaban las dos, solas frente al mundo.
Cruzó la puerta del centro y el funcionario de turno le entregó sus papeles.
Sólo faltaba un trámite más y el proceso habría terminado.
Escriba aquí su nombre y el de la niña, señora, le dijo.
Su mano temblaba pero logró hacerlo.
Salió por fin de aquel edificio deprimente.
Ambas se miraron y ella le susurró entonces: bienvenida al mundo, pequeña.

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