Heading out – Vincent Giarrano
La mañana se presenta definitiva, es un golpe certero. Son varios golpes, uno cada día a lo largo de semanas y meses. No puedo dejar de pasar por la mañana sin magnificarla, ni a sus ceremonias, a las melodías que rebotan en mi cabeza antes de abrir los ojos o a las frases escritas en la pared apoyadas en las líneas que forman el sol a través de la persiana.
Los rituales se suceden cambiando de posición como mis piernas entre las sábanas de algodón. Sin ser Sri Gurú Gita, las señales llegan y yo las recibo desarmada, entregada tal vez a esa voz que me habla de no sé dónde y pone oraciones en mi cabeza para que las mastique a lo largo del día.
Si por las noches luego de catorce horas de maduración, tan sólo no estuviera tan cansada de mis temores diarios y pudiera presionar el botón play, grabaría un montón más de delirios existenciales, los cuales al momento de repetir en posición fetal a un costado de mi cama, tendrían un sentido amplio y claro. A la noche todo tiene sentido, me cobijan sueños teñidos de infinitos colores y las respuestas llegan a raudales para irse sigilosamente a la madrugada.
A veces me lo creo realmente. Me creo la frase y su cauce, me creo la imagen del río que va siempre al mismo lugar con alguien parecido a mí que navega por éste, cumpliendo por fin la promesa de llegar a destino. Cuántas bifurcaciones más debo tomar?
Algunas mañanas la voz me pide fidelidad, otras tranquilidad, siempre esperanza. Cuánto más tiempo paso sin interactuar con otros seres humanos, la voz se vuelve más potente y resuena como si fuera un monstruo a punto de darse a conocer.
Fantaseo con la soledad eterna, deambulando entre frases mecanografiadas sin sentido, solitarios amaneceres llenos de aroma a café con mapas heridos con chinches, marcando lugares nunca conocidos, convirtiéndome en un espejo distorsionado de alguien que en realidad no soy. Delirios.
Dicen que lo único que sabemos del futuro es que será distinto.
El contacto con la realidad me despierta. Alguien me escribe. La escritura es impersonal, letras que aparecen en una pantalla de celular. No es alguien. Es una computadora.
Acaricio mi agenda y puedo oler la tinta, el café derramado sobre el quince de enero. Recuerdo la existencia de notas y cartas manuscritas. El acto de abrir el sobre, imaginar que la otra persona estuvo apoyada sobre cada palabra que iba escribiendo. Una intimidad etérea y dulce.
Retorno de esos años luz donde estoy y llego hasta hoy. Me inserto a la vida.
No hubo noticias. O sí. Pero ya estoy lejos de éstas. Las calles húmedas me parecen hoy distintas. Despiden un aroma raro. Insectos y roedores salen al centro luego de meses de sequía. La actividad de hoy es la indispensable, no más.
Charlo impersonalmente con mis clientes y asesino al día.
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