Revista Cultura y Ocio

Pequeño homenaje personal a Julio Verne y a mi mamá

Publicado el 30 marzo 2016 por Iván Rodrigo Mendizábal @ivrodrigom

Por Rosa María Torres del Castillo

(Publicado en el blog de la autora: OTRA∃DUCACION, Quito, 8 de febrero de 2011)

Rosa María Torres del Castillo. Pedagoga, lingüista, periodista educativa, activista social. Investigadora y asesora internacional en temas de educación, cultura escrita, innovación educativa, y aprendizaje a lo largo de la vida. Ex-Ministra de Educación y Culturas. Coordinadora del Pronunciamiento Latinoamericano por una Educación para Todos. @rosamariatorres.

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El 8 de febrero es aniversario del nacimiento de Julio Verne, nacido en Nantes, Francia, en 1828.

El 8 de febrero es aniversario de la muerte de mi mamá, nacida en Quito, un siglo después de Verne.

La coincidencia en la fecha vuelve a juntarlos en mi vida y me ha sugerido escribir estas líneas. Entre Julio Verne y mi mamá se confabularon para hacer de mí la lectora curiosa y voraz que fui desde niña y que sigo siendo hoy.

Religiosamente, cada semana, mi mamá me compraba un libro de Verne, parte de una colección de Editorial Molino, de España. Eran libros de tapa dura y buen papel, con escasos dibujos, en blanco y negro, que entonces me parecían maravillosos, oasis indispensables para refrescarse entre tanta letra menuda. Frecuentemente terminaba el libro antes de concluir la semana; la espera por el siguiente era – recuerdo – una sensación agradable.

Leí, devoré, todos los libros de Verne. No teníamos televisión. Jugar, escuchar música, ir al cine, leer y escribir (en esa época, mi diario personal) eran mis principales pasatiempos, aparte de ir a la escuela, claro. También estudiaba música y ballet en el conservatorio. Preadolescentes y adolescentes todos nosotros – mi hermano Antonio, menor que yo, y mi primo Pancho, visitante frecuente – nuestros temas de conversación eran libros y canciones. Todavía nos maravilla y emociona a los tres recordar esos días.

Mi primer viaje fuera del país fue cuando tenía 14 años, un intercambio estudiantil a Estados Unidos durante las vacaciones de verano. Pero para entonces yo ya había dado la vuelta al mundo; había viajado a China, al centro de la tierra y hasta a la luna; había recorrido castillos, desiertos, espesas selvas, laberintos; había viajado a caballo, en elefante, en tren, globo, submarino y cohete; había conocido por dentro el cuerpo humano; había resuelto acertijos y enigmas extraordinarios. La laboriosidad de los dibujos incitaba a la imaginación, a imaginar épocas, personajes, caras, gestos, movimientos, vestimentas, artefactos, nunca vistos ni por ver.

Cuando, ya adulta, fui al cine a ver una película basada en una obra de Julio Verne, fue una desilusión. Lo que había experimentado, leyendo, cuando niña, era mucho más lindo y más vívido que lo que me ofrecía el cine con todos sus recursos. Esa constatación me fascinó. Era la constacación adulta del poder del libro, del poder de la escritura y de la lectura, del poder de la propia imaginación, incluso frente a los encantos del mundo audiovisual y las tecnologías.

Estoy segura que, en mi caso, Verne ocupa un lugar importante en esa compleja mezcla de circunstancias y eventos que marcan la infancia y contribuyen a hacer de las personas lo que son. Sus libros me introdujeron al mundo de la ciencia y la ficción, a la lectura y la escritura como reinos de la curiosidad, la fantasía, lo extraordinario, lo sorprendente. Verne me flechó sin duda con el amor por la aventura – ese que no se pasa con la edad – y por los viajes.

Fue mi mamá – no la escuela – quien me presentó a Julio Verne y me lo trajo a domicilio cada semana, durante meses, haciéndome saber y sentir que los libros son objetos cotidianos e imprescindibles en la infancia, tanto para los niños como para las niñas.


Archivado en: Opinión, Pensamiento, Perfil Tagged: CF y Fantasía, Julio Verne, Mundos fantásticos, Tecnologías
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