El inspector contempló la casa desde fuera, una pequeña construcción de paredes viejas. Se alzaba en mitad de un jardín desierto con la excepción de un árbol de follaje marrón. El otoño incipiente anunciaba su llegada con una solitaria hoja caída a sus pies.
El hombre se había ido. Tenía un largo camino por delante. El inspector, tras entrar, miró a su alrededor y reparó en el polvo sobre los muebles, que cubría cualquier posible huella. Sobre la mesa, a la luz de un cirio aún sin consumir, descansaba un papel en blanco y una pluma, delatando una carta nunca escrita. Cerca, bajo la ventana abierta, alguien había dibujado algo en la arena de uno de esos curiosos jardines zen. Quizá un recuerdo que el viento invasor había borrado después de llevárselo. También hacía bailar las hojas de un libro que había quedado abierto sobre el asiento de una silla - su silla - en la que nadie volvería a sentarse.
El cirio titiló antes de apagarse. El viento lo hizo caer sobre la mesa dejando la habitación a oscuras. El inspector la abandonó cerrando la puerta tras de sí.
Al salir miró de nuevo atrás, reprimiendo un escalofrío. Entre aquellas paredes quedaría el amor de ese hombre, y quizá algo más. Probablemente nunca dejaría de ser su casa.
Esto es sólo un pequeño entretenimiento que se me ha ocurrido de camino a casa. El relato - que bien podría ser la introducción de una aventura - está inspirado en una canción. Todos los elementos de su letra están ahí. El inspector es el único elemento ajeno, que cumple la función del narrador. ¿Sabéis cuál es el tema?