Un buen día tuve que componer el rótulo que ahora figura en nuestro buzón de correo postal, el que compartimos María José y yo. Aquel día, en un arranque de buen humor y también de reconocimiento, decidí colocar delante de nuestros nombres de pila el título académico que tantos años de fatigas supuso, tantos buenos ratos y sinsabores. Se trataba de esas lacónicas iniciales de "Dr." que vienen a decir que tenemos el grado de doctores. No se trata en absoluto de un acto vanidoso, en todo caso lo es de orgullo. Si otras personas lucen sus flamantes coches (que en definitiva serán chatarra al pasar unos ocho años) por qué nosotros tenemos que esconder ese título que nos sitúa en la culminación de nuestro ciclo formativo. FRANCISCO GARCÍA JURADO. HLGE
Cierta vez, José Saramago se quejaba con cierta ironía de que a los escritores les preguntaban siempre en qué gastarían el dinero que habían recibido por un premio, pero no a los futbolistas. Parece que las personas que se dedican a actividades intelectuales tienen, además, que llevarlo en silencio. Sé de sobra que el título de doctor no es algo que en España sirva para lucirse demasiado (sin embargo, en Italia hay mucho "dottore" que es lo que aquí era ser licenciado con una tesina), pues ni tan siquiera se sabe a menudo qué es eso. El "doctor" se confunde, sin más, con el "médico", al margen de que éste haya hecho o no la tesis doctoral. Nuestro mundo de profesores e investigadores es muy pequeño, casi invisible (como la historia cultural del latín a la que tantas horas de pasión dedico), y los años invertidos en escribir una tesis doctoral a menudo no obtienen ni la añorada recompensa de poder trabajar en la universidad o en un centro de investigación. Para poco más sirve, si exceptuamos el amor propio. Cabría pensar, desde fuera, que al menos dentro de nuestro mundo académico este título tiene su reconocimiento, si quiera moral, entre los colegas. Sin embargo, nuestro mundo, como el de los escritores o los artistas, se fundamenta sobre las jerarquías ciegas (no sobre la autoridad) y el cainismo. Entre los universitarios el doctorado no pasa de ser un largo trámite que hay que cumplir, a ser posible en una etapa inicial de la vida académica. Quien logra su título de doctor y luego pasa a trabajar, pongamos por caso, en la enseñanza media, se ve rodeado a menudo por compañeros que consideran aquello como algo lejano e innecesario y que de alguna manera tienden una frontera invisible entre ellos y el "estrafalario" doctor (estoy generalizando demasiado, lo sé y pido disculpas). Si las cosas son tal como las pinto, alguien puede preguntarme para qué se hace una tesis, al margen de quien tenga la esperanza de poder llegar a ser profesor universitario o investigador. Yo le contestaría que a menudo se hace por aquellas cosas que no pueden vivirse más que cuando se ha trabajado en una tesis. Guardo recuerdos muy gratos de las horas que pasé estudiando, recopilando bibliografía y pasando alguna que otra estancia en el extranjero. Por unos años mi tesis fue un pequeño mundo, algo irrepetible, lleno de matices y sutilezas. Recuerdo cómo fui articulando mi tema de investigación hasta lograr decir algo nuevo y original. Hoy he visto un ejemplar de mi tesis tirado en el ático de una casa que ya no habito. Está encuadernado en verde, y recuerdo todavía la emoción de ir a la encuadernación para recogerlo. Cuesta sentir ya esa emoción, pero la tesis está ahí con todos sus recuerdos de juventud. Se trata de un esfuerzo a menudo desproporcionado para el resultado que de él se obtiene, pero quizá la vida en general sea algo parecido a una gran tesis.
Este blog es hoy para todas aquellas personas que dejasteis muchos días de vuestros veintitantos años, irrepetibles y dorados, entre fotocopias de artículos en alemán y esquemas complejos. El esfuerzo que se hizo ya no se puede deshacer, al menos eso nos queda.
Francisco García Jurado H.L.G.E.