
Acabo de cambiar de teléfono. Sólo de aparato que no de número porque en ese caso sí que sería terrible. Más de 300 contactos de los que no me puedo desprender. Sí es verdad que son pocos los que utilizo con asiduidad pero no he sido capaz de borrar ninguno, pensando que, quizás, en algún momento me harán falta.
No he podido ni tan siquiera borrar los teléfonos de la gente que ya no está. Me da la impresión de que, si los borro, se va diluyendo su recuerdo y me niego a que eso suceda. Así que tras más de una hora de pegarme con las nuevas tecnologías, con un aparato que hace de todo y que me ofrece más cosas de las que voy a necesitar y a utilizar, tengo toda la agenda en el teléfono nuevo. Un aparato tecnológicamente mucho mejor que el que tengo ahora que es de la época del pleistoceno pero que nunca sabré como funciona al cien por cien. Es por dejadez, lo reconozco, pero leer el libro de instrucciones me llevará más tiempo que leerme cualquier libro de Donna Leon que, desde luego, me interesa mucho más. Ya sé que juego con la desventaja de que, dentro de unos meses me digan: ¡qué aparato más chulo! ¿Sabes utilizar el…? Y yo pondré cara de póquer y pensaré que ellos tampoco tienen ni idea de qué crimen ha resuelto el detective Brunetti en la última lectura veraniega con la que me he deleitado sin necesidad de conocer los entresijos de ese aparato infernal del que me haré inseperable, sin duda, pero con el tiempo.
