Debo ser de las pocas a las que el tiempo les pasa muy despacio. Todo el mundo me aconseja que lo disfrute mucho porque pasa volando. Y yo disfrutarlo lo disfruto, pero lo de volando va a ser que no. Me dicen: ¡seis meses ya! y yo por dentro pienso: ¡seis meses todavía!.
Estos seis meses se me han hecho eternos. Con un bebé no hay horarios, es un 24 horas 7 días a la semana (vaya descubrimiento estoy haciendo...). Total admiración a las madres que también trabajan fuera de casa porque no me quiero ni imaginar lo que debe ser sentarse a las 9 delante de la pantalla del ordenador del trabajo después de haber pasado una nochecita toledana. No me veo capaz. Sólo de pensar en lo que será de mi cuando me toque volver, me echo a temblar.
Y eso que no creo que lo peor sea el cansancio físico porque al final el cuerpo se acostumbra. Lo peor es el cansancio psicológico, a mi es el que más me agota. Esa sensación de que aunque sean las 11 de la mañana el niño te ha chupado ya toda la energía y no sabes ni cómo vas a acabar el día. Ese estrés que se me pone cuando llora y llora y llora y no sé qué leches hacer porque no se conforma con nada. O cuando día tras día me monta el pollo a la hora en la que yo quiero comer y descansar un rato.
Quizá me equivoque pero estoy deseando entrar en una fase donde mi bebé pueda sentarse un ratito a jugar con sus cositas, o pasando las hojas de un libro de tela, o viendo un capítulo de Pocoyo. Que al menos me señale con el dedo lo que quiere o utilice cinco palabras para comunicarse: sueño, hambre, agua, mamá... Y una frase: mamá, te quiero... (vale, estoy queriendo correr mucho).
Quizá entonces se me pase el tiempo más rápido, pero ahora mismo cada día es un siglo.