La noticia no sorprende. Después de varios días de ensañamiento, tres sujetos han conseguido derribar la estatua franquista que se plantó frente al centro cultural del Borne. Hubo aplausos, y también algunas críticas exacerbadas, pero lo más raro que sucedió fue el hecho de que los basureros tuvieron que tirar de camión de residuos para sacar del medio la estatua, lo que debió llevar a un mayor pitorreo, si cabe.
Tengo sentimientos enfrentados al respecto, ¡qué os voy a contar! Para que os hagáis una idea, os contaré que mi bisabuelo se escondió durante casi dos años en una buhardilla de uno cincuenta por uno cincuenta donde nunca pudo llegar a tumbarse (con estar a las órdenes de Franco en África, tuvo suficiente el hombre); mi abuela y la tía de mi madre se cansaron de ver cómo reventaban a gente por el barrio chino mientras iban y venían de los refugios antiaéreos; mi abuelo, directamente, no hablaba de ello, y al resto no le fue mejor.
La estatua ha recibido tomatazos, huevos, pintadas e incluso una inesperada amazona de plástico. La muñeca la colocó ahí Toni Molins, un pintor catalán que no dudaba en afirmar que era “gratuito y pornográfico” que se permitiese exhibir estatuas y otros elementos franquistas en plena calle.
Quizá estoy de acuerdo con esto último, pero es con lo único que estoy de acuerdo…
Una lección democrática vestida de estatua
En 1977, en España se promulgó una Ley de Amnistía con el fin de consolidar la transición democrática. Entre 1977 e inicios de los ochenta, el país entero empezó a aprender lo que significaba libertad de expresión —que no debería confundirse nunca con la apología del odio—, en las calles se empezó a escuchar hablar en catalán, y en vasco, gallego, mallorquín, valenciano; la gente empezó a obviar esos silencios incómodos, y los cuñadismos de bar comenzaron su época dorada.
A partir de aquí, se consideró que todo se había solucionado, que una ley de memoria histórica no tenía sentido, que solo serviría para remover la mierda; que la educación necesitaba una reforma paulatina, y no una regeneración total al salir de la dictadura; que podíamos seguir funcionando como un estado centrista, y que una reforma de las autonomías sería suficiente para solventar un problema que llevaba siglos arrastrándose, y tantas otras cosas.
El caso de la estatua tan solo es un ejemplo más de este desconocimiento. ¿Podía esta considerarse apología del odio? Para la alcaldesa de Barcelona, está claro que no, y para un servidor, probablemente tampoco. El Franco descabezado se encontraba cabalgando dentro del marco de la exposición Franco, Victoria, República. Impunidad y espacio urbano, pero, quizá, este último concepto, podía haber quedado en el tintero. Quizá no era necesario sacar al caudillo de paseo, y muy probablemente tampoco herir sensibilidades de esas dos Españas que siguen por la retaguardia de la actualidad.
Para terminar, un consejo para los tres vándalos libertadores de ayer: leed a Ian Gibson. El irlandés os explicará qué lo que sucedió en las Matanzas de Badajoz, no fue muy distinto a Paracuellos del Jarama o al Campo de la Bota; que la concepción democrática del surgimiento de la Segunda República, por flexibles que podamos ser y por ganas de contextualizar el inicio de un proceso que tengamos, es más espontánea en tres grandes focos de población que legal, y muchas más cosas que nos ayudarían a separarnos de ese anómalo romanticismo al que, muy a menudo, nos lleva la ignorancia.
Una ignorancia contra la que acciones similares a esta exposición podrían luchar, pero escogiendo el modelo correcto, no plantándonos una estatua de un fascista cabrón que gobernó España durante más de treinta y cinco años en los morros, y llevándose las manos a la cabeza porque hay gente que se deja llevar y le suelta un par de huevazos… ¡Para la mayoría, eso es lo mínimo que se merece!
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