Revista Cultura y Ocio
No confío en casi nada que haya sido intervenido por una previsión excesiva. El azar debe incorporarse al torrente de asuntos que cruzan la vida. Digo el azar absoluto, el azar entendido como una especie de bendición que hace albergar el asombro en el corazón de quienes lo sienten o quienes incluso lo padecen. Porque el azar, en ocasiones, nos castiga, nos pone contra la pared y se empecina en machacarnos sin piedad, sin derrumbarnos, en borrar todo lo que somos. Una vez que hemos sido borrados, a partir de ese instante, el azar puede volver a ponerse de nuestra parte y hasta agraciarnos con su benevolencia. Hay veces en que está bien que las cosas se impregnen de azar. Luego está la certidumbre. Hay quienes viven mucho mejor instalados en la certidumbre, en la bondad cartesiana del mundo. Quienes tienen una agenda de trabajo en la que está prevista la corbata que debe ser lucida en cada evento o la inflexión de voz o la coreografía de los gestos. Uno se levanta por la mañana sabiendo qué va a hacer y qué no o dónde va a estar a media tarde. Las pequeñas conmociones, sin embargo, son las que hacen de un día programado un día satisfactorio, festivo en cierto modo. Está la conmoción de mirar a la derecha del plano, embelesado en un recuerdo de la infancia, en una playa perdida en el norte o en un parque retirado de la vigilancia en donde aplastó con el pie un insecto con caparazón. Todavía recuerda la onomatopeya imposible del roto en la espalda del bicho. La tiene incrustada en la cabeza, en un pliegue de las sábanas del cerebro. Está también la conmoción de perder la mirada. Ah qué placer es perder la mirada, no distinguir el fondo de lo cercano, enbrumarlo todo y después volver a enfocar las cosas sin saber bien en dónde se ha estado en ese lapsus formidable de tiempo en el que la cabeza se desentendió del cuerpo y se dejó llevar. Hay gente que no permite dejarse llevar o lo hacen en la privanza, en lugares reservados, en la intimidad de palacio. Todos, al cabo, tenemos un palacio a mano. Pero qué gozo perderse, qué gran viaje ese ausentarse.