Revista Cultura y Ocio

Perderse

Por Calvodemora
A veces conviene perderse, aunque sólo sea por encontrar el camino de vuelta. Ninguna edad mejor que la infantil para convertir el extravío en una aventura. Más adelante, conforme el tiempo nos impregna de su vértigo y de su insolencia, creemos que todos los caminos nos deben pertenecer y que los nuevos, los que no hemos hollado, sólo nos causarán trastorno e inquietudes. De los caminos que nos surgen preferimos el conocido. Poner el pie en la pisada que dejamos, mirar donde antes lo hicimos, confirmar los leves cambios y llegar al destino con el mínimo quebranto posible. Evitamos el asombro, no lo queremos. Se inclina el alma a lo que la confortó, no a lo que la sorprenda. Tenemos así una visión familiar de la existencia. El mismo hecho de viajar, cuando se hace, hace que acuda el miedo a que no sepamos desenvolvernos y alberguemos bien adentro el deseo del regreso. Se va para volver con más ardor. Son los imprevistos los que malogran el éxito de la jornada, en muchos casos, cuando en realidad deberían ser los que la animan. No hay extravío, ni aventura. 

Te pierdes por ver si te encuentran también. Es entonces cuando te abrazan y te dan besos en la creencia de que no iban a volver a verte. Sucede en los cuentos infantiles, en algunas novelas o en películas. Hay quien se pierde a voluntad propia. Sale de casa y empieza a andar hasta de pronto no sabe a qué avenida ha llegado. Una posibilidad maravillosa es la de perderse uno en casa. Es fácil perderse en la habitación en la que lees o en donde duermes, en el cuarto de baño o en el sótano. Te pierdes cuando tienes el bosque dentro de tu cabeza. Hay libros que son bosques. Te hacen andar sin que sepas el lugar al que te diriges. Cuánto más te haga andar y menos sepas del destino, más ganan en su rango de bosque puro. Los niños pequeños, los que todavía no leen, se pierden en el libro de la realidad, que es el que tienen más a mano. Hacen la aventura que no es posible que otros les acerquen. De mayores, al alcanzar la edad en que el juego no nos entusiasma o del que recelamos porque no pensamos que todavía sea nuestro o porque entendemos que las reglas son absurdas, no tenemos otras aventuras que las leídas o las encontradas en las películas. Queremos ser asombrados, pero confortablemente instalados en el sillón de orejas del salón. Una de las funciones primordiales de la literatura debe ser ésa: la de fundar un bosque donde podamos perdernos y la de llevarnos a salvo a la salida, donde nos espera la calma, el placer de lo que conocemos. 





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