Oporto se viste de un lujo decadente en el que el estilo Manuelino de las fachadas, incluso de los interiores de sus edificios más emblemáticos, la impregnan de una personalidad que sería reconocible a leguas de allí...
Y es que Oporto podría ser reconocida incluso con los ojos cerrados, o desde la sordera que producen unos altisonantes auriculares porque, como ciudad de los sentidos: Oporto puede respirarse, verse, olerse o sentirse en su característica idiosincrasia.
Oporto es uno de esos sitios en los que podrían buscarme, si es que alguna vez llego a perderme...
Y probablemente me encontrarían allí: paseando por sus animadas calles peatonales; curioseando las elegantes fachadas comerciales de sus confiterías o negocios ultramarinos; fotografiando sus iglesias de fachadas azules; estudiando el libro de historia que alcanza a ser el patio interior de su estación de Sao Bento o el claustro de su Catedral...
Puede que saboreando un buen vino en alguna de las muchas terrazas de su ribera; o viviendo un buen fado en alguno de sus garitos, al atardecer; u hojeando algún libro en Lello, la que según dicen podría ser la más bella librería del mundo; dejándome llevar por el traqueteo de un recorrido en tranvía o simple y llanamente callejeando las empinadas cuestas de sus calles más céntricas...
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