Si rebobinamos nuestra vida cinéfila, recordaremos que, en 1997, Michael Douglas fue sometido -junto a todos nosotros- a las reglas de un asfixiante y perverso juego en la notable The Game. Si aceleramos la cinta y llegamos a los primeros compases de Perdida, observaremos, tras una escena entre el personaje de Ben Affleck y su hermana, un rápido plano protagonizado por una estantería llena de juegos de mesa. Es posible que, en el incesante diálogo que durante años hemos observado entre las películas de David Fincher, reconozcamos un lenguaje que adopta el juego -entendamos este concepto con total libertad- como parte indiscutible del cine de ficción.
En su última película, Fincher crea, como en él es habitual, un perfecto mecanismo de relojería plagado de pistas falsas y dobles lecturas, obligando al espectador a participar en una clase de gimnasia mental, llena de incertidumbre, estímulos y una indisimulada denuncia sobre la hipertrofia mediática que nos arrasa a diario. La historia de Perdida, llena de constantes cambios de perspectiva, recuerda amargamente al día a día de los realities o las redes sociales. Hace tiempo que valores como la intimidad, la reflexión o la presunción de inocencia pasaron al olvido; y que la apariencia superó con mucho a la verdad. Fincher desnuda sin tapujos un presente en el que la inmediatez ha ganado la batalla, y en la que la mejor forma de sobrevivir parece relacionada con convertirse en parte de un diabólico juego moral.
Son varias las ocasiones en que, desde estas líneas, hemos reivindicado el papel que la generación de cineastas abanderada por David Fincher está ejerciendo al radiografiar las interioridades de su América natal. Siguiendo la estela de los clásicos, el director de El Club de la Lucha ha tejido una carrera en la que una actitud tan americana como la persecución de sus propios fantasmas ha acabado por erigirse en la catedral de su cine. Hay mucho en común entre Perdida y precedentes tan dispares como Zodiac o La Red Social. Muchas preguntas sin responder. ¿A quién perseguimos? ¿Cómo somos?
De David Fincher pueden decirse muchas cosas. Su coqueteo con el cine mainstream provoca recelos. Incluso en sus más incondicionales seguidores. Es indudable que hay altibajos en su prodigiosa carrera, pero es difícil encontrar, no sólo en el presente, sino en la historia del cine, directores con su inteligencia y su dominio del ritmo narrativo. Fincher adora pervertir y cambiar las reglas del juego constantemente, llevar al espectador por laberintos complejos, estimulantes y ciertamente agotadores. Habrá quién piense que hay trampa, que juega al engaño o que sólo sabe sacar conejos de la chistera. Qué más da. Fincher es talento en estado puro. Y allá el que quiera entender el cine contemporáneo sin entender a David Fincher.