Remover la tumba de Francisco Franco para trasladar sus restos desde el Valle de los Caídos a otro lugar, como acaba de aprobar el Parlamento, va a traerle consecuencias desagradables a la democracia española.
Como nadie se atreverá de aventarlos, sus restos viajarán 55 kilómetros desde su sepulcro ante el altar mayor de la iglesia de la “Abadía de la Santa Cruz” al panteón familiar del cementerio de El Pardo, al lado de Madrid, junto al palacio que ocupó en vida, y muy cerca del palacete real de La Zarzuela.
Ante el altar mayor de la iglesia-cueva del Valle está también la tumba de José Antonio Primo de Rivera, fusilado por la República como fundador la Falange, no por crimen alguno.
Presumiblemente colocarán a José Antonio entre las alrededor de 30.000 víctimas de ambos bandos de la guerra civil depositados en columbarios ruinosos a los laterales de la iglesia.
Quienes se oponían a estos traslados y pedían respeto para sus restos alegando que ningún cadáver debe profanarse olvidaban que todos los cementerios tienen osarios donde se introducen restos de personas cuyos descendientes perdieron los derechos sobre las tumbas iniciales.
El problema no es ese, por tanto, sino que el cementerio de El Pardo puede convertirse en el centro de peregrinación franquista que el Valle nunca llegó a ser desde 1975 porque, siendo propiedad del Estado, los gobiernos democráticos lo han hecho poco accesible.
El cementerio de El Pardo es público y abierto. Y los admiradores de Franco ya no son los franquistas que había cuando aún vivía el dictador, casi todos también muertos.
Son jóvenes indignados con la democracia de similar extracción sociocultural que los de Podemos, la Falange auténtica del siglo XXI, y tan desorientados como ellos; son quienes acudirán como peregrinos en oleadas a pedirle inspiración.
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SALAS