A los políticos les encanta mostrar que son los mejores y que como ellos no hay otros. Para ello recurren a lo que llaman el "perfil propio". Lo dicen con arrogancia, sin dudar en descalificar al contrario, mostrándose como genuinos. En la práctica, no son más que la marca blanca de la misma forma de hacer las cosas. Vayas donde vayas, cuesta encontrar las diferencias porque ya no hay titanes que marquen la distinción. Se trata de un fenómeno generalizado. A modo de ejemplo: si miras a Argentina, Brasil, Hungría o Italia, te encuentras con el mismo producto que en estos lares. No hay diferencias apreciables porque el fabricante es el mismo; idéntico producto para distinto consumidor.
Bajo el pretexto de llegar al público y de marcar el perfil propio, los estrategas entonan cánticos de libertad y de producto genuino y único, a bajo precio pero con más calidad que la que ofrece su oponente. El objetivo último es arrojar del mercado y reducir el margen de su discurso a la competencia. Pero lo cierto es que a los ciudadanos cada vez se nos sube más la cesta de la compra y que en el momento de elegir nos supone un esfuerzo importante.
En ocasiones pensamos si lo barato no saldrá caro. Hay momentos en los que echamos en falta en las estanterías productos contrastados que sean fiables. Hay marcas blancas que tienen que ser retiradas de los lineales porque utilizan productos tan baratos, que las hacen inservibles por defectuosas. Los consumidores nos hemos habituado a la economía de lo módico para no plantearnos grandes cosas. En total, decimos, si todos son iguales.
Lo cierto es que a pesar de los esfuerzos de los fabricantes los productos se han encarecido. Uno cree que la calidad tiene un precio y que no se le puede echar siempre la culpa a un tercero de la mercancía averiada. Está claro que la uniformidad abarata, pero no diferencia. Nos pedirán que confiemos en ellos y entonces... al lío.