Revista Cultura y Ocio

Perfume. Capítulos 45, 46 y 47

Por Jose Jose Lorente @LorenteCapitan
Capítulo 45

Las doce y veinticinco de la madrugada, las ruedas de mi coche se asientan en la plaza de garaje de mi casa. Subo al piso, me desvisto con rapidez, el silencio de mi hogar, ese tan inconfundible y constante, me invade de arriba abajo, sólo el pequeño murmullo del agua de mi arrecife se escucha en tan grata calma. Pero no es calma precisamente lo que hay dentro de mi cabeza, ni mucho menos, todo lo contrario. Mañana tengo la cita con Howart, luego tengo que ver a Sara, tengo ganas de ella, pero no sé si después de hablar con ese detective seguiré sintiendo lo mismo. Me aplomo en el sofá, observando los peces, noto mis párpados pesados. Decido ir a la cama para intentar conciliar el sueño. Pongo sonidos de olas del mar en el móvil y me acurruco debajo del edredón nórdico. Imágenes de Sandra tramando el plan para robarme, de Héctor sonriéndome, de Paula intentando acostarse conmigo, de Sara embaucándome y los mini Héctors con sus locuras, se suceden por mi cabeza a velocidad de vértigo.
No me queda apenas espacio para poder pensar en la jornada de trabajo que tengo mañana. Con esos pensamientos, no tardo demasiado en sucumbir al encanto de los sueños, esos que son capaces de transportarte a sitios que desconoces y sin embargo parecen tu casa mientras duermes. Soñar es como saber hacer magia al estilo antiguo de brujos y chamanes, como vivir una vida paralela en la que sólo tú eres el testigo, una serie de experiencias que bien te pueden servir para otras en la vida real, al menos es mi visión de ese mundo desconocido.

Estoy en el apartamento de Sandra, en Mareny Blau, sentado en el sofá, con la misma bata puesta que el tipo al que he estado espiando hace un rato. En la mesa hay dos copas de vino blanco, la televisión está a todo volumen. Estoy esperándola a ella, pero no para matarla, sino para hacerle el amor. Entonces aparece, con un camisón translúcido que deja ver todos sus encantos femeninos, sonriendo como una colegiala el último día de clase, mirándome desafiante, con la mano apoyada en el marco de la puerta, por encima de su cabeza. Se acerca despacio, con pasos medidos y sensuales, llevándose un dedo a la boca, lamiéndolo despacio. La miro, excitado, sólo quiero devorarla, fundirme con ella. Se sienta encima de mí, contoneándose con soltura, provocando que mi miembro se endurezca como masilla epoxi poco después de ser aplicada. Cierro los ojos de placer mientras recorre mi cuello con su lengua, al abrirlos, estamos en medio de un lago, en una pequeña piedra llena de musgo, desnudos, como los nuevos Adán y Eva, refregándonos con toda la fuerza que podemos. Ella está tumbada de lado, dándome la espalda. El vapor del agua que llega desde una cascada cercana nos rodea, haciéndonos sentir puros, extraños, dos personas metidas en algún lugar del mundo que quizá no exista, llevando a cabo el acto sexual más tentador e inusual que se puede tener. Sus nalgas lo cubren todo en mis bajos, sus movimientos son limpios pero salvajes, se escuchan pájaros cantar, acordes que van al ritmo de los movimientos de Sandra. Le absorbo el cuello tanto como puedo, tiro de su pelo hacia mí para poder llegar a más zonas de éste mientras ella gime y se mueve, se la mete entera dentro, sin quitar la mano de ahí, ayudando al movimiento de fricción, haciéndome saber, que no quiere que salga bajo ningún concepto. Tiro más fuerte de su pelo, aplasto uno de sus senos con mi otra mano, ella abre la boca tanto, que parece írsele a desencajar la mandíbula. Cuando estamos llegando al clímax, se separa rápidamente de mí, se pone de pie, mirándome con expresión extraña y salta al agua de cabeza, la sigo, saltando del mismo modo. Una vez dentro del agua, abro los ojos, no se ve nada. El agua estaba cristalina vista desde fuera, pero ahora parece estar reinada por un terreno de turba fresca que oscurece todo alrededor. No la veo por ningún sitio, estoy desesperado, quiero consumar la pasión, pero ya no está. Al salir del agua ha anochecido, no sé dónde estoy ni adónde quiero ir. Oigo un ruido de ramas partiéndose, cerca del lago, una roca gigante cae sobre mí. En ese momento me despierto, el reloj despertador marca las cinco de la madrugada. Sólo queda una hora para que suene, decido levantarme, consciente de que no lograré dormir de nuevo, angustiado por esta pesadilla que acabo de tener. No entiendo por qué en el sueño, me entregaba a Sandra después de lo que me ha hecho. Los sueños, sueños son y muchas veces no podemos entender su significado. Es mejor dejarlos pasar cuando no son agradables de recordar, aunque a veces, nos vienen atormentando sin querer, enseñándonos imágenes fugaces de momentos que quizá, tengan que ser recordados.

Me levanto, me doy una ducha caliente, me pongo uno de mis trajes y salgo con el coche. Hoy no viajaré en metro, después de trabajar, quizá vaya a visitar el apartamento de Sandra de nuevo, no lo sé todavía. Lo que sí sé es que, mejor coger el coche hoy, Howart me espera, luego Sara, no me gusta depender del transporte público cuando tengo que ir a sitios que se salen un poco de la rutina diaria.

Llego al hotel con más de media hora de adelanto, al entrar por la puerta, compruebo que el pesado de Álex no está, eso me reconforta un poco, uno más de sus intrépidos comentarios y será él el que note el cálido plomo penetrando por su sien.

Subo al duodécimo piso, pensando en tomar varios cafés, a la espera de que llegue el trabajo diario, aunque hoy no puedo pensar demasiado en eso. Poco después de pedir el café, María me lo acerca; es una chica simpática, muy observadora, aunque no demasiado guapa, aun así, es un encanto.

—Tienes mala cara, Max. ¿Estás bien? —Me pregunta María, apoyando el café en la mesa.

Desvío mi atención confusa hacia ella al escucharla. La miro, agradecido por la pregunta; llevo varios días con la mente descorchada y pocas son las personas que me han preguntado, por no decir ninguna, a parte Joe y Sara. Porque Paula… lo de Paula es un ataque de celos continuo, no ve más allá.

—Gracias, María. La verdad… llevo unos días bastante jodidos…

María se sienta, le cuento lo de la muerte de Héctor, le contaría más cosas, pero no creo que sea conveniente para mí que alguien que conozca a Sandra sepa que me ha robado. Y tampoco creo conveniente contarle que veo alucinaciones que, parecen ser tan reales como el café que me acaba de servir.

—Vaya, Max… lo siento, debes estar muy dolido. Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites, ¿no? —me consuela María, poniendo su mano en mi omóplato.

—Muchas gracias, María. Sí, lo sé, siempre tan atenta, gracias, de verdad, —contesto, torciendo mi gesto a uno algo triste al recordar a Héctor.

—Ya sabes que me tienes para lo que haga falta. Anímate, que la vida son dos noches y las pasamos durmiendo, —contesta, enseñando su mejor sonrisa.

Esa frase ha provocado que me estalle una sonrisa. La sala está vacía, sólo se escucha el goteo de algún grifo en mal estado, un silencio que se rompe al abrirse las puertas del ascensor cercano; un taconeo, propio de la mismísima Sandra se aproxima, mis sentidos se agudizan y se ponen alerta pensando que puede ser ella. Bebo el café de dos tragos mientras un nudo se forma en mi estómago impidiendo que la bebida acceda con normalidad. Sin siquiera pensarlo, llevo mi mano al arma, dándome cuenta que la he olvidado en el cajón de la mesilla. Eso me preocupa, porque si es ella, creo que le volaría la cabeza sin pensar, aunque quizá sea mejor haberla olvidado para no meterme en líos mayores. El sonido de los tacones se aproxima cada vez más, aparece Sandra, tan divina como siempre, me mira, sonríe, saca un revolver y me dispara entre ceja y ceja. Noto cómo la bala atraviesa mis sesos con gran rapidez, un instante después, todo es de color negro.

Capítulo 46

En ese momento despierto. Caigo en la cuenta que había despertado de un sueño dentro de otro sueño, ambos parecían tan reales, que ni siquiera sé si ahora mismo estoy despierto de verdad o sigo soñando, todo es tan confuso. Miro el reloj despertador, marca las tres y media de la madrugada, todavía me quedan unas horas antes de que suene para ir al trabajo. Agarro la almohada, adopto mi postura favorita y dejo que los sueños me dominen de nuevo.

Esta vez es Sara, está de pie, delante de mí, como una virgen que se acaba de aparecer, pronunciando mi nombre con dulzura, una y otra vez. Me acerco a ella, pero siempre está a la misma distancia, su imagen no es nítida, su mano hace un movimiento de vaivén sin dejar de pronunciar mi maldito nombre, corro, cada vez más, pero no logro alcanzarla nunca. De repente, estoy dentro de mi coche, viajando en el sentido de las vías de algún tren de cercanías, escuchando música a todo volumen, el coche no para de saltar por lo irregular del terreno. Doy una ligera curva a la derecha y ahí está, el tren acechándome como un tiburón a su presa, chocándome. Mi cuerpo sale por la ventana delantera, noto cómo toda la carne que me constituye se despedaza y se separa de mis huesos, que se van quebrantando como simples palillos de madera metidos en una licuadora. Una playa calma sigue a tan violenta escena, la veo desde el aire, como si estuviese flotando a la altura de las nubes, intento mirarme pero no me veo, soy transparente, como los ángeles, como las almas perdidas. Cuatro gaviotas vuelan alrededor, chillando sus graznidos, que se van transformando poco a poco en el sonido de mi despertador. Alargo la mano y le doy un trastazo. El silencio vuelve a mi habitación, fundiéndose con la oscuridad de la misma.

Las seis de la mañana, hora de ir a trabajar de verdad. Llego a buena hora al hotel. El maldito Álex sonríe al verme, como si fuéramos amigos de toda la vida, «¿cuándo se dará cuenta de que lo detesto tanto como se puede detestar un barrizal de mierda líquida?» Bueno, no tanto, la verdad, no soy tan retorcido… Su frase matutina:

—Buenos días, Max. Sandrita no viene hoy tampoco, ¿eh? Seguro que se ha fugado con algún macarra de pasta, —y su sonrisa se acentúa demasiado. Ha sido valiente al decir eso después de la amenaza a la que fue sometido ayer.

Por una vez estoy de acuerdo con lo que dice, ha acertado con su comentario. Al final va a resultar que este Álex, es más espabilado de lo que pienso. Lo miro con seriedad y contesto:

—Buenos días. No sé lo que hará, pero seguro que nada bueno.

El silencio que sigue a esa frase es fruto de mi odio más interno, de mi ira más violenta y tenaz, esa que nunca ha logrado sobreponerse a mi razón, pero lo de Sandra es demasiado, incluso para mí. Me inmiscuyo en el ascensor y subo hasta la duodécima planta. María está allí, limpiando, poniendo en orden la barra en la que trabaja.

—Buenos días, Max, —y se pone inmediatamente a preparar mi café habitual.

—Buenos días, María. Hoy estás especialmente guapa, —le sonrío con descaro.

—¡Uh! Vaya… gracias. Tú siempre lo estás, —contesta, con sus mejillas sonrojadas.

Desisto de halagarla un poco más, consciente de que puedo llegar a ponerla muy nerviosa. Intuyo que una chica como ella no estará demasiado acostumbrada a que la piropeen. Aunque seguro que tiene sus admiradores, no me cabe duda de ello.

Me planto en la ventana del hotel, mirando la Valencia más matutina, con su ir y venir de vehículos, con su bruma baja impidiendo la visibilidad, con su sol naciendo por encima de las lejanas grúas portuarias.

Llega María, cargada con la bandeja donde porta mi café con tostadas.

—¿Estás bien, Max? No tienes buena cara.

Esa frase es parecida, si no igual, que la de mi maldita pesadilla. Me giro de un bufido, sonriendo.

—Acabas de decirme que siempre estoy guapo, esta pregunta es contraria al comentario anterior, ¿no crees?

—Sí, bueno, que no lleves buena cara no significa que dejes de estar guapo. Un chico como tú nunca deja de estar así, bello, aunque hayas terminado de trabajar en una mina y salgas con la cara teñida por manchas negras, —contesta, sonriendo con timidez.

—Muchas gracias, María. Tus palabras me halagan. La verdad  que tienes razón, no debo llevar buena cara. Hace dos días que mi amigo Héctor… —Se lo cuento de nuevo, pero en la realidad.

—Oh, vaya, Max. Tienes que estar muy dolido. Sabes que puedes contar conmigo para lo que necesites, —contesta, posando su mano en mi omóplato. Esa frase y ese gesto me suenan demasiado, parece que estoy reviviendo mi sueño. Llevo la mano a mi espalda baja, buscando la Glok, pero no está, igual que en la pesadilla. Comienzo a ponerme nervioso, a sudar.

—Sí… lo sé. Gracias… María… eres un encanto, —contesto como puedo, sudoroso y pálido.

—Max, ¿estás bien? ¡Max, Max!

Se oyen las puertas del ascensor abrirse, todo se emborrona, la voz de María pronunciando mi nombre queda cada vez más y más lejos. Unos tacones se oyen por el pasillo, es igual que mi sueño, lo mismo. «Voy a morir, voy a morir», pienso.

Un pitido penetrante e intermitente llega a mis oídos. A mi alrededor, máquinas. No tardo nada en darme cuenta; estoy en la camilla de algún hospital. Una mujer con el pelo rizado y rubio, de unos cincuentaicinco años, delgada y con pocas arrugas para la edad que tiene está sentada, leyendo un libro; es mi madre, Olga. Mi madre es una persona pegajosa, pesada en algunos casos, tan cercana, que nunca he sentido la obligación de ocultarle ningún secreto, lo sabe casi todo sobre mí, menos esas pequeñas cosas que todos guardamos para nosotros mismos. La confianza que tengo con ella, difícilmente podría tenerla con ninguna de las amigas que he conocido a lo largo de mi vida. Siempre me suelta el sermón porque no la llamo ni la visito apenas, pero en el fondo sabe que yo siempre he sido, soy, y seré así, demasiado independiente.

Me siento débil, pero en buen estado, no sé por qué estoy aquí.

Mami, —susurro. Ella levanta la vista, por encima de sus gafas, apartando el libro a un lado, para después mostrar una sonrisa que sólo es propia de una madre que hace días, quizá semanas, que apenas sabe nada de su hijo, sólo unos cortos mensajes de móvil, fríos y fugaces.

—Hijo mío. ¿Cómo te encuentras? —Me pregunta, levantándose, acercándose a mí, para después abrazarme y besarme repetidas veces en la mejilla, su familiar aroma me reconforta bastante.

—¿Qué me ha pasado, ? ¿Por qué estoy aquí? —Pregunto, dándome cuenta de que mis fuerzas flaquean.

—Pues… no lo sabemos aún. Parece que te desmayaste en el trabajo. Tu compañera llamó a una ambulancia.

—¿Desmayar? ¿Yo? Pero, ¿qué hora es? Joder, lo último que recuerdo es estar hablando con María, y ahora estoy aquí, tumbado en una maldita cama de hospital.

—Son las cuatro de la tarde. No sabemos qué es lo que ha provocado tu desmayo. Tu compañera nos ha dicho que te pusiste pálido y empezaste a sudar muy rápido, luego te desplomaste, sin más. Bebe un poco de agua, anda, —contesta, acercándome un vaso que tenía preparado para cuando despertara. Lo engullo como si fuese un líquido milagroso que te hace permanecer joven toda la vida, le pido otro. Me lo pone, hago desaparecer su contenido para después decir, con tono asustadizo:

—Mama, tengo que salir de aquí. Tengo una reunión importantísima a las cinco. No puedo faltar.

—Pues los médicos te tienen que hacer un par de pruebas, no puedes ir, hijo. No, no, no, —y gira sus ojos hacia mí, moviendo su índice de un lado a otro, con esa convicción que sólo saben expresar las madres.

—¡Joder! Esto no puede ser, mami. Tengo que ir. ¿No hay algún modo de que me hagan las pruebas en otro momento? Es muy importante.

—¿Qué es eso tan importante a lo que das más prioridad que a tu salud?

—Una reunión de trabajo en la que puedo ganar veinte mil euros, y sólo la puedo cerrar yo, hoy, a esa hora… —miento, esta vez sí, no puedo contarle a mi madre todo lo que me ha pasado, no de momento, al menos hasta que ate todos los cabos sueltos.

—¿Veinte mil, hijo? Eso es mucho dinero. ¿No estarás metido en temas de droga?

—No, madre, por favor…

—Pues vaya cliente que te ha salido, ¿no?

—Son varios, … son varios… Por eso, debo ir hoy, a esa hora. No puedo dejarlo pasar, ¿entiendes?

—Sí, pero también entiendo que el dinero sin salud no es nada, no te mueves de aquí hasta que te hayan hecho las pruebas pertinentes. Intentaré que se den prisa. Ahora mismo vuelvo, voy a ver qué puedo hacer.

—Vale, mami, por favor. Diles que es urgentísimo…

—Está bien, yo lo intento. Ahora, descansa un poco.

Mi madre desparece por la puerta, en mi cabeza ya no caben más cosas, para colmo, me he desmayado, yo, jamás en la vida me ha pasado algo similar, nunca, es extraño.

Capítulo 47

Las ganas de reunirme con Howart me llevan a querer escapar del hospital sin que mi madre se entere, luego lo sabrá y me maldecirá, como siempre ha hecho. Al mismo tiempo, me comprenderá. Me conoce tanto que sabrá que es demasiado importante para mí lo que tengo que hacer. Luego sabrá perdonarme con unos cuantos abrazos bien dados y tres buenas explicaciones acertadas, o quizá, contándole toda la verdad.

Con esos pensamientos, me deshago de las sábanas blancas y ásperas en las que estoy envuelto. Abro el armario que tengo delante, buscando mi ropa que, como si se tratara del coche fantástico, ahí está, esperándome, para permitirme escapar sin ser detectado, sin parecer un fugitivo a medio sanar. Me visto lo más rápido que puedo, asomo la cabeza por la puerta, mirando a un lado, a otro, y emprendo mi camino hacia la calle, como un simple visitante que sale de ver a su hermana, que acaba de dar a luz.

Al asomar por la puerta de la calle, una ligera brisa fresca me azota la tez de la cara. Un estruendo vibrante se hace notar en lo hondo de mi estómago, tengo hambre, más que un león solitario que lleva meses queriendo ser aceptado por alguna manada sin éxito.

Salgo “volando” de ese lugar tan triste, abandonando a mi madre y a las pruebas médicas que pueden determinar lo que me ha pasado. Alzo la vista, el bulevar sur cruza por delante de mis narices con su espectáculo de coches en movimiento feroz. Me apeo en la acera circundante, alzo el brazo y poco después para un taxi en el que la palabra “libre” se muestra iluminada en un color verde que me hace muy feliz. Monto.

—A la calle de la Safor, por favor. Tengo algo de prisa, si puede evitar el tráfico, mucho mejor, —le digo al taxista, (parece un chaval bastante joven para estar dedicándose a esto), apoyando mi cuerpo contra su respaldo, alargando mi mano, sosteniendo un billete de cincuenta euros. El taxista lo mira, sonríe, lo toma y dice:

—Bien, ¿usted ha visto la película Taxi?

—Sí.

—Pues yo soy más rápido que él, —y sale chirriando ruedas.

 El camino hasta el hotel, donde me espera el Mercedes, es corto. Me he tambaleado de un lado a otro en el asiento de atrás. El joven taxista parecía estar participando en una competición de rallyes que tiene un premio de un millón de euros, al menos. El frenazo de llegada es brusco, provocando que el cinturón de seguridad se active, bloqueando mi cuerpo de un posible impacto frontal, lo cual, también sería una repetición de mi sueño pero con menos énfasis, claro. Le doy las gracias por haberse dado tanta prisa, salgo del coche y me dirijo al bar adonde suelo ir a veces, en los descansos, a tomar algo y leer el periódico.

Entro. Ramón, el dueño, me saluda con alegría.

—Ey, Maxi. ¿Cómo tú por aquí a estas horas? ¿Trabajas por la tarde, hoy?

—No, Ramón, he venido porque me pillaba de paso y tengo un hambre que me puedo morir como no me prepares rápidamente uno de esos bocatas de tortilla que sólo tú sabes hacer. Además, llevo una prisa de mil demonios, —contesto mirando el reloj, que marca las cuatro y cuarenta de la tarde.

—Vale, vale. Sea lo que sea, parece que necesitas ese bocadillo. Estás pálido, amigo. ¿Te encuentras bien? —Contesta, poniéndose de inmediato a preparar la comida que le he pedido—. ¿Qué será de beber?

—Coca-cola. Estoy bien, sí, gracias por preguntar, sólo es que no he dormido demasiado y tampoco he podido comer mucho hoy, —miento, acabo de salir de un hospital porque, por alguna causa que todavía desconozco, me he desplomado y he estado inconsciente durante unas ocho horas.

—Pues, hombre, eso es lo primero, comer y dormir, con permiso del sexo, claro, —su simpática risa, custodiada por una perilla perfectamente recortada, me llega a los oídos como una manada de perros ladrando en todas direcciones. Sus andares de pato mareado toman dirección hacia mí con el bocata ya preparado y envuelto, en la mano, parándose a medio camino para coger la bebida solicitada. Sonrío como puedo.

—Aquí tienes. Venga, lárgate antes de que me den ganas de contarte la última jugadita que me ha gastado el mamón de mi hijo Claudio.

—Vale. Toma, —contesto, dándole un billete de diez—, quédate el cambio, —y salgo casi corriendo de La Estacada. Es un nombre un tanto macabro para un bar-restaurante que tiene como primera finalidad proveer de menús diarios a la mayoría de ejecutivos, políticos y empresarios que se mueven por esta zona de Valencia, pero es que Ramón es así, un tío auténtico donde los haya. Siempre tiene alguna frase que decirte que está fuera de contexto y nunca deja de sorprenderte. Lo reconozco, a veces he tomado alguna de sus frases para impresionar a alguna joven a la que he deseado llevar a la cama, o a la habitación del hotel más cercano, o a la playa una noche de verano, o al probador de una famosa tienda de lencería femenina. En fin, que Ramón, sin él saberlo, ha ayudado alguna vez a que mis fantasías sexuales se cumplan de algún modo.

—Sabes de sobra, que esto lo utilizarás en tus futuras consumiciones de La Estacada. Ramón nunca permite que nadie le dé propinas, gana demasiado como para poder comprar la isla de Pascua sin que se note en sus cuentas bancarias, —contesta con voz alejada, ese comentario explota una sonrisa en mi boca, dejando constancia de que siempre tiene algo ingenioso que decir.

—¡Esa isla es mía! —Le grito casi desde el exterior, a paso ligero, entre el andar y el correr.

De nuevo la manada de perros ladradores en forma de la risa auténtica de Ramón llega a mis oídos, pero esta vez no retumba tanto al estar a mayor distancia.

Me alejo de La Estacada en dirección a mi coche, que espera ansioso mi llegada para ponernos rumbo a la calle Doctor Marañón, donde debe estar Howart esperándome. Activo el gps del móvil porque no tengo ni idea de dónde está esa calle. Resulta que está fuera de Valencia, en Xirivella, uno de sus pueblos circundantes. Devoro el bocata de camino mientras en la radio suena una música que no conozco, emitida por un dial popular. Una llamada entrante en el dispositivo de manos libres del coche interrumpe la música, en la pantalla aparece un nombre: . «Mierda, —pienso—, debería haber apagado el móvil. Sí, claro, ¿y cómo encuentras el lugar de la reunión con Howart?» Me aclara una de las voces de mi ego. Dejo que la melodía suene hasta el final, al fin y al cabo, es una canción de Angie Stone que descargué después de escucharla por primera vez en casa de Sandra, que me recuerda a esa zorra y ahora suena por los altavoces de mi coche, posiblemente, con una madre desde el otro lado de la línea, maldiciendo a su testarudo hijo. La canción no suena demasiado tiempo, mi madre ya ha comprendido que no obtendrá respuesta por mucho que insista.

Llego a la citada calle, aplomo el coche en una plaza de aparcamiento que he encontrado sin dificultad, quizá por ser esta hora de la tarde, no es lo más habitual llegar a un sitio y encontrar un lugar donde dejar reposar el coche durante cierto tiempo sin que, cuando vuelvas, tengas una notita firmada bajo el limpiaparabrisas en donde pone que debes doscientos euros al estado, cien si los pagas antes de veintiún días.

Las cinco y veintiocho; estoy a sólo unos pasos de la esperada cita con este misterioso hombre que tiene que decirme todas esas cosas que sabe sobre la bonita, dulce, sensual y arrebatadora Sara, mi Sara. Esa que me lleva a mal tren, o a viajar entre las nubes con aire de victoria, aún no lo sé.

Llego al portal de la finca, presiono con mi índice el botón de la puerta número diecisiete, poco después, suena una voz masculina, pero algo fina.

—¿Sí?

—Soy Max, tengo una cita con el señor Howart.

Se escucha el mecanismo eléctrico encargado de abrir puertas, empujo el portón, apeándome dentro.

—Cuarta planta, —añade Howart.

La finca es muy moderna, tiene suelo de mármol gris oscuro y las paredes están forradas de espejo en su totalidad, los cuales aprovecho para mirar mi aspecto de zombi paliducho, algo despeinado y con unas ojeras que parece que no haya pegado ojo en siglos.

Monto en el ascensor y asciendo hasta la cuarta planta. Salgo y todo parece un intrincado laberinto de pasillos modernos y brillantes, con luces que destellan en el mármol del suelo; me cuesta lo mío encontrar la puerta diecisiete, que se encuentra entreabierta. «Al fin…» pienso.

Empujo la puerta despacio, como quien entra en casa ajena, buscando a alguien, desconocedor de lo que hay al otro lado.

    Al abrir la puerta, mi sorpresa no puede ser mayor; un infinito caos de oscuridad se cierne sobre toda la habitación, no hay nada, sólo vacío, como un universo paralelo que me llena de miedo e incertidumbre, como un abismo sin fondo, lleno de preguntas sin respuesta. Howart no está por ninguna parte. Oigo un ruido en ese universo negro; son lo mini Héctors, que salen corriendo y saltando de alguna parte de la espesa negrura.
—¿Qué pasa aquí? ¿Por qué está todo negro? ¿Dónde está Howart? ¿Esto qué es? —Les pregunto, algo asustado por no encontrar al típico detective sentado en su típica mesa de despacho.
Los siete mini Héctors se plantan delante, mirándome alegres, dejan de saltar y uno de ellos dice:
—¿Qué crees que hacemos aquí?
—No lo sé. Decídmelo vosotros.
—Ayudarte a desenmarañar todo este asunto que te trae de cabeza, ¿qué si no? —dice otro.
—Pero, yo venía a hablar con ese tal Howart, no con vosotros.
—Ya, por eso estamos aquí, —puntualiza otro—. No puedes resolver todo esto de la forma que has hecho hasta ahora.
—¿Ah, no? ¿Y cómo se supone que tengo que hacerlo?
—Debes sentarte delante de tu ordenador, —añade otro—, agarrar tu tablet o Smartphone y entrar en la página de Amazon para descargarte la versión completa de esta intrépida novela… De ese modo y no de otro, lograrás encontrar el camino a la resolución de todos tus males de cabeza, Máximo Valentino. ¿Lo has entendido?
Me rasco el cogote, intentando hallar una explicación a todo esto que me acaba de decir, y sí, creo que lo he entendido.
—Sí, creo que, si no he entendido mal, debo descargarme el final de esta historia para que el autor, pueda seguir escribiendo sin preocuparse demasiado y así darle todo mi soporte, apoyándole en su trayectoria como escritor, ¿no?
—Exactamente, lo has entendido a la perfección, —espeta otro mini Héctor, sonriendo.
Así que, para que puedas saber cómo acontece todo a partir de aquí, ya sabes, a descargar la versión completa y mejorada de esta historia de un perfume encandilador, que porta una excelente dama, la cual me lleva loco. Os paso el enlace para que no perdáis demasiado tiempo antes de seguir leyendo. Nos vemos en el despacho de Howart. Un abrazo, amigos y amigas.
Atentamente, Max.Descarga versión completa aquí: http://www.amazon.es/Perfume-Jos%C3%A9-Lorente-ebook/dp/B00KCPSANC/ref=sr_1_1?s=digital-text&ie=UTF8&qid=1401619117&sr=1-1&keywords=perfumePerfume. Capítulos 45, 46 y 47Descarga versión completa aquí: http://www.amazon.es/Perfume-Jos%C3%A9-Lorente-ebook/dp/B00KCPSANC/ref=sr_1_1?s=digital-text&ie=UTF8&qid=1401619117&sr=1-1&keywords=perfume
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José Lorente.



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