Pedro Paricio Aucejo
La existencia de Teresa de Ahumada estuvo movida por impulsos de una amistad sin límite de edad, sexo, estatus social o cualquier otra consideración de la persona. Esta riqueza afectiva fue propiciada por sus dones naturales (manifestados ya desde su infancia en la relación amistosa con hermanos y primos), pero también por sus virtudes adquiridas en el trato humano y, sobre todo, por la vinculación que la religiosa castellana hizo –especialmente en su etapa mística– entre la amistad humana y la divina, hasta el punto de ver en la orientación preferencial a Dios el criterio electivo de sus amistades. En este entorno espiritual, su relación amistosa se prodigó con multitud de maestros y consejeros masculinos.
Del mismo modo, su faceta como fundadora evidencia que, aparte de su estricto cometido religioso, la fundación de sus conventos no solo surgió bajo el estímulo de la amistad (la del monasterio de San José fue concebida en la fraternal tertulia del grupo de amigas reunidas en la celda que Teresa tenía en la Encarnación), sino que fue también ocasión de nuevas amistades, algunas de las cuales se convertirían en colaboradoras del proyecto fundacional. Pero, además de poseer fuertes lazos afectivos con mujeres en este ámbito religioso, también los tuvo en el seglar, como fue el caso de Luisa de la Cerda (m. 1596), mencionada en numerosas ocasiones por la Santa en su correspondencia epistolar y en sus libros[1].
Casada en 1547 con Antonio Arias Pardo –mariscal de Castilla y sobrino del arzobispo de Toledo e inquisidor general–, provenía igualmente doña Luisa de una de las más nobles familias castellanas de la época, la de los duques de Medinaceli. A la muerte de su marido, el Padre Provincial de los carmelitas encomendó el ejercicio consolatorio de la noble dama a la todavía monja abulense de la Encarnación, que, ya en aquellos años, gozaba de afamada virtud. En 1562 se produjo el encuentro entre estas dos mujeres, cuyo fuerte vínculo amistoso se mantendría hasta la muerte de la mística.
Teresa pasará casi siete meses en el lujoso ambiente del palacio toledano de doña Luisa. A pesar de las diferencias sociales que separaban a ambas (“vi que era mujer y tan sujeta a pasiones y flaquezas como yo, y en lo poco que se ha de tener el señorío”), allí comenzó a admirar a la nueva amiga por su fe y bondad (“su mucha cristiandad suplió lo que a mí me faltaba”). Descubrió las envidias cortesanas (“que tenían algunas personas del mucho amor que aquella señora me tenía”). Contactó con celebridades del ambiente espiritual castellano, como Pedro de Alcántara, María Jesús de Yepes o María de Salazar. Redactó también la primera versión de su Libro de la Vida, obra que, en su versión definitiva, doña Luisa se encargaría de hacer llegar, con cierto retraso, al maestro Juan de Ávila para su valoración.
En 1568, después de haber fundado ya dos monasterios, Teresa regresó a Toledo, donde su amiga le pidió que fundara uno en su señorío de Malagón, en Ciudad Real. En 1569, la Santa volvió a encontrarse con doña Luisa, con ocasión de una nueva fundación en Toledo, aunque –en este caso, por tratarse de una institución financiada por conversos– su amiga siguió sus propios criterios e intereses y se desentendió de la cuestión. La actitud de Teresa en este asunto (“yo no se lo pedí, que soy enemiga de dar pesadumbre, y ella no advirtió, por ventura”) contrasta con la sostenida en otras circunstancias, en las que busca la influencia de doña Luisa para conseguir sus propósitos: trabajo para un cuñado, permisos fundacionales y ayuda para la apertura de monasterios, información sobre la actitud de la Inquisición respecto de su Libro de la Vida…
Pero no todo fueron peticiones por parte de la descalza universal. Además de satisfacer las necesidades espirituales de su amiga, movida por una obligación de afecto –que aunaba la más genuina tradición cristiana y la propia experiencia espiritual de la Santa–, Teresa no solo ayudó, consoló, tranquilizó y reconfortó personalmente a doña Luisa en los numerosos momentos de aflicción experimentados por ella y su familia, sino que apremió a dichas acciones de alivio del sufrimiento y a encomiendas de oración a personas religiosas conocidas por la carmelita, como es el caso de los padres Jerónimo Gracián y Ambrosio Mariano. Más aún, como en toda recta amistad que se precie de tal, también Teresa agasajó con regalos a la señora que tanto le favoreció, de modo que, cuando llegaba a la monja castellana algún producto exótico del Nuevo Mundo, su talante amigable le llevaba a reservarlo sin reticencias para doña Luisa de la Cerda (“que con cualquier cosa se huelga mucho, y más bien parece a nosotras dar poco”).
[1] Los datos que se detallan a continuación han sido obtenidos de la información suministrada por PÉREZ GONZÁLEZ, Mª José, “Doña Luisa de la Cerda, ´mi señora y amiga´ (I)”, en <https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2013/06/18/dona-luisa-de-la-cerda-mi-senora-y-amiga-i/>; y “Doña Luisa de la Cerda, ´mi señora y amiga´ (II)”, en <https://delaruecaalapluma.wordpress.com/2013/06/28/dona-luisa-de-la-cerda-mi-senora-y-amiga-ii/> [Consulta: 4 de noviembre de 2017].
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