Revista Fotografía

Perpetuar el presente

Por Rbesonias

La mirada perpleja

 

Son palabras de Milan Kundera: "la memoria no guarda películas, guarda fotografías". A pesar de que el lenguaje audiovisual es el medio de comunicación por excelencia de este siglo recién parido, nuestra biografía personal se escribe a través de fotogramas que la memoria almacena según le viene en gana en el cajón de sastre de nuestro cerebro. Cuando soñamos o pensamos, no lo hacemos recreando un desfile de imágenes en movimiento. Imaginamos tan sólo fotogramas, impresiones fugaces que después la lógica o el sentido común se encargan de distribuir y ordenar hasta construir esa ficción llamada vida, la trama que después narramos a otros sobre quiénes somos.
Quizá por ello no sea extraño que hoy en día esté tan extendida la costumbre de "hacer fotos" y distribuirlas entre familiares, amigos y extraños a través de la red. Parece como si con ello pudiéramos escanear nuestra memoria antes de que el olvido borre los recuerdos o quizá, en un arrebato de ingenuidad, soñemos que el presente se reproducirá una y otra vez, como en un deuvedé, a través de las instantáneas de una cámara. Por si acaso, antes que el tiempo lo asole todo, miradme, yo estuve allí, viví y no fue en vano.
No éramos diferentes antes de que existiera la cámara digital. Por aquel entonces las familias contrataban los servicios de un fotógrafo profesional para elaborar año tras año, en el propio domicilio, lo que sería con el tiempo un preciado álbum familiar, guardado celosamente para enseñarlo sólo cuando se terciaba una visita o la nostalgia arañaba nuestro corazón. La fotografía sustituiría a la pintura como fuente de la querencia por retratarnos ante los demás, pero la necesidad humana de fijar nuestros instantes vitales permanece intacta pese a las innovaciones tecnológicas. Monarcas primero, ciudadanos ahora, todos acabamos tarde o temprano en el plano de algún fugaz pero certero encuadre.
Hoy, salvo bodas, bautizos y comuniones, aprovechamos la inmediatez y el ahorro que supone poder hacer y deshacer imágenes al instante. Esta ventaja permite que
ya no busquemos tan sólo la instantánea de aquellos momentos que sabemos que nunca se olvidarán o que marcaron nuestra existencia. Hoy nada queda fuera del ojo de una cámara. La vida en cada instante es retratada en fotogramas y difundida a través de las redes sociales. Los adolescentes publican su biografía emocional a través de las fotografías que suben a Tuenti y que pronto pasan a ser la novela gráfica que otros cientos hijos de la ESO leerán sobre sus vidas. Pero ésta no es una costumbre social que afecte sólo a la muchachada. También los adultos destilamos nuestro día a día a través de redes como Facebook o Twitter. El tradicional diario personal, íntimo e intransferible, pasa hoy a convertirse en una red de reportajes públicos, accesible a propios y extraños, a través de la que compartimos el quehacer cotidiano. La red deviene así en un álbum sináptico, una especie de biblioteca visual de la intrahistoria, de aquello que existe pero nunca será estudiado en la escuela, de aquello que importa pero carecerá de reconocimiento.
Todos somos cuando menos fotógrafos casuales, testigos de la vida más allá del objetivo de nuestra cámara. Cuando apretamos el disparador, la célula fotosensible hace el milagro por nosotros, transformando la luz en señal eléctrica, el presente en una mágica estatua de sal. El tiempo se detiene, captando en cada instantánea detalles que inmersos en el trajín diario no percibimos. Un gesto desconocido, la mirada perdida fuera de plano, el pliegue de una prenda dormida en el suelo, la luz sobre una mano mesando sus cabellos, ese objeto sin dueño apoyado en la pared,...
Roland Barthes (La cámara lúcida, 1980) llamaba a esas sutiles huellas que esconde cada fotografía punctum, pinchazos, manchas que despuntan del resto y despiertan en nosotros unas veces interés ufano, otras inefable ternura hacia aquello que estamos contemplando. Si observamos detenidamente una fotografía, esas estelas introvertidas acaban demandando nuestra mirada, desvelando el conjunto bajo otro prisma y significado, hablándonos de los seres que habitan la instantánea con una voz hasta ahora desconocida. La óptica, los filtros o el retoque en Photoshop podrán falsear la realidad al servicio del arte, pero las huellas de aquello que un día se posó frente al fotógrafo acaban aflorando bajo la atenta mirada del observador.
La tecnología nos permite hoy consumir imágenes como lo hacemos con cualquier otro objeto cotidiano. Apretar el botón es un ejercicio rápido, fácil y carente de riesgos. Almacenar fotografías como quien acumula viejos juguetes en un desván puede hacernos olvidar que en cada instantánea que tomamos
detalles únicos esperan nuestra atención y paciencia para ser desvelados. La fotografía no sólo ilustra o constata el pasado, es también un libro que en cada mirada nuestra escribe nuevos párrafos y quizá finales inesperados. Mirar es un ejercicio forzado, nos violenta, pide de nosotros atención e inocencia. Quizá por esto hoy preferimos almacenar, borrar o retocar. Sin embargo, consumir imágenes es sin saberlo una forma de claudicación, asumir que el pasado muere y con él quienes posaron para la foto.


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