La tarde jadea en las alas de los insectos. Algunas ciudades acogen al visitante con enigmas y el azar aturde y desangela el paisaje. Del cielo infinito descienden súbitas volutas de amor que un poeta hospeda en su pecho. Luego un principio de ternura informa de la existencia de ángeles, pero es un travelling y la realidad barre un trozo de la ficción mientras el ojo se turba de urgencias y roba un volumen de geometrías que luego será muy útil para el resto de la secuencia. Hay calles sin propósito que salen al encuentro del que pasea y le ofrecen golosinas autorizadas y nínfulas delincuentes, grageas de lo visibles, primores de lo real, pero la única historia posible está debajo del píxel, a ras de bit, cerca de una terna de fantasmas que manosean los engranajes de la máquina. Hay voces que esconden infancias desdichadas, estampas de Dickens, la luz convertida en grumo. Dios, arriba, abajo, dentro, clava la luz en el pétalo y el hombre sensible, el que está apurando el café justo ahora mismo, estrella contra su cuerpo el asombro paciente de todos los años entregados al oficio de recaudar metáforas. Al caer la noche un humo de herrumbre custodia el alma del poeta y así ya puedo dormir con los ojos en busca de su centro y mi lengua infinita perdida en su vértigo antiguo. En sueños, la ciudad es un escenario apocalíptico que sobrevive en las afueras a base de napalm fonético y raciones de espanto en high-end. Al despertar todo es un inútil acto de celebración de las horas y el desorden finge palabras para que no veamos que está herido de muerte. El curso de los años borra toda posibilidad de remordimiento. Tampoco sé mucho más. Ancho me está viniendo un párpado. Ancho sin estridencia. De una anchura que no es posible desglosar en las palabras que evidencian la anchura. Anchura metafísica de hondura sublime. El amor se iza en las palabras y contempla lo humano desde ese arriba recién abierto. Estoy arriba. Me dejo crucificar por las horas. Me fijo a un mástil y busco las sirenas. De lo que hablo continuamente es de encontrar un puerto. De saber en qué sitio estoy. De perderme a conciencia y regresar a capricho. De ahondar en la memoria y hacer que arda y empezar de nuevo. El poeta prende lo que encuentra y luego lo levanta en silencio. Es un dios caprichoso, un dios rudimentario, un dios con sus flaquezas y sus fracasos que escribe en un libro los nombres de sus criaturas y después los deja ir sin pedirles nada a cambio. Escribo porque sé que no hago daño a nadie, pero debería escribir a sabiendas de que siempre acaba alguien herido. Las heridas que uno no prevee. Las que nos despiertan en mitad de la noche, ya saben. Nos disponemos a entrar en el sueño y hay algo que nos impide franquearlo. Los poetas somos unos seres desgraciados, en el fondo. Pero yo sufro más sin serlo y pienso si no será así para quienes no lo son. Uno no sabe nunca nada o no sabe nada de un modo fiable que pueda ser registrado y contado como una verdad rotunda. De las verdades rotundas no se alimenta mi alma. No sé de qué se alimenta. Si de la vida que no poseo y me invento o de la que tengo ciertamente y me hace salir a la calle y comprar el pan y sacar dinero del cajero automático. Probablemente no sea yo quien hace esas cosas, pero los demás conocen al que compra el pan y saca dinero del cajero automático. El poeta está siempre agazapado, escondido, alerta, un poco prevenido contra todo lo que le duele. Duele mucho el mundo cuando tienes ancho un párpado. No sé explicarlo de otra forma. Quizá no haga falta. Se me entiende. Importa tan poco que se me entienda. Ni yo, en ocasiones, comprendo todo esto que escribo sin pensar, como atropellado, como embestido por una suerte de hechizo. Cien sonetos me explotan en el pecho, pero no los escribo. Los tengo ahí, a salvo del mundo. El mundo y los sonetos son asuntos que no matrimonian bien. Al mundo no le hace falta que nadie escriba un soneto, pero el mundo dejaría de girar si se dejasen de escribir. Nadie advertiría el cese en el giro, pero se pararía. Quién sabe si está parado y no lo sabemos. No sabemos tantas cosas. Tengo confiada la luz, la observo a diario, la venero y la guardo. La luz sin la herrumbre de las palabras duras. Toda la luz espléndida con la que me dices que todavía estás conmigo.