Gasta ella melena corta de peluquería, de puntas hacia dentro y bien cuidada, blanca de algodón como el pelo lanudo de su perro, níveo de nata montada, al que lleva atado por una lindísima cadena de cuero. Si dueños y mascotas se parecen, tal vez sea este el ejemplo más evidente de los que había visto por la calle.
Bordea ella la acera y un par de insalvables adoquines; me recuerda su silueta y uñas perfectas al buen hacer de Tíamagda, aunque, indudablemente, esta es señora y la del perro, una imperfecta imagen. El perrillo parece casi levitar y anda de puntillas, temeroso de mancharse las patitas con el hielo del mediodía, mientras su dueña sonríe para sí, labios pintados en rosa crema, el apunte apenas de unos pendientes rectangulares de pinzas asomados bajo la cortísima melena. Imagino que en su bolso -beige, a juego con zapatos de justo tacón del mismo color, oscuro y otoñal su traje de chaqueta- esconde la bolsita en la que llevará la barra de pan -lo supongo también pequeño, candeal, de blanca y esponjosa miga, como los rizos laterales de la mascota- cuando regrese a su casa.