Recojo aquí, agradecido, las palabras de Eva Miró en la presentación hace dos días de mi novela en Palma de Mallorca:
Santiago está hoy aquí para presentar su libro en sociedad, como si fuera una señorita casadera de la Inglaterra del Siglo XVIII (el libro, no Santiago) y encontrar así pretendientes que quieran llevárselo a casa (insisto; al libro, no a Santiago). Él está hoy aquí para presentar su libro, y yo estoy hoy aquí para presentarlo a él.
Santiago Miró, papá, no habla mucho porque es discreto, porque es sabio, porque lo que tenía que decir ya lo ha escrito, porque prefiere escuchar y también, a veces, porque se le traban las frases y no consiguen salir de su cuerpo con la entereza con la que han nacido en su mente.
Y es que papá padece un tipo de afasia que le está dejando sin palabras en la boca, que no en la cabeza, desde aquel día en que se fue a dormir y despertó, al cabo de demasiadas horas de inconsciencia, perdido y mudo.
De esto hace ya unos cuarenta años y, quién sabe, tal vez por eso es tan inmenso cuando escribe. Dicen que una persona ciega es capaz de escuchar el aleteo de una mariposa, que la falta de visión hace que el oído se desarrolle mil veces más, por necesidad. A veces pienso que la falta de expresión oral en una persona capaz de construir galaxias enteras en su cabeza hizo que la expresión escrita se desarrollara bestialmente, por necesidad, por supervivencia pura. ¿Cómo iban si no a salir todas esas galaxias al exterior? Si papá no hubiera podido escribir, habría implosionado, no tengo duda.
Otras veces pienso que la cosa es justo al contrario, que su talento narrativo es innato y por eso papá no necesita hablar, por eso se le va desapareciendo la voz, por evolución; como pasa con las muelas del juicio, que no las necesitamos y se nos van desapareciendo. Lo mismo ocurre con el hueso del coxis y la cola que parece ser que teníamos en la prehistoria, pero este ejemplo podía dar lugar a confusiones incómodas y he preferido no desarrollarlo.
Y es por esto por lo que hoy estoy aquí, para ser su voz. No es lo mismo, lo sé, lo siento. Pero puede que sea lo más parecido, porque cuando era pequeña y me enfadaba o me ponía triste, él esperaba a que yo rumiase la rabia o la pena, a veces eran las dos cosas a la vez (todavía hoy me pasa) y, en el momento preciso, extendía su mano frente a mi cara de pasa y me rompía el tiempo. Yo no le miraba porque, tonta de mí, prefería seguir mareando mi injusticia, pero él cerraba y abría su mano en son de paz, una y otra vez, hasta que me rendía y posaba la mía encima. ¡Ostras! Eso une mucho. Una mano que te abraza en plena crisis, os lo aseguro, une más que mil palabras.
Pero no estoy aquí únicamente como testigo de su vida, estoy aquí también como testigo de su carrera como escritor. En este sentido puedo decir que su estilo, antes de ser periodista, me parecía más humano, se centraba más en los detalles mundanos y se preocupaba por los sentimientos de sus personajes, los hacía pensar y nos lo contaba, como si calzarse unas chanclas y turistear por las cabezas ajenas fuera posible. Escribía como quien juega, que no se le nota lo que está haciendo porque le sale sin más. Esto fue lo que pensé cuando leí “El meteco ben Azibi”, novela en la que contaba la azarosa supervivencia de un joven ibicenco en París. Leyendo “El meteco ben Azibi” pude conocer a papá antes de que lo fuera. ¡Qué revelación! ¡Qué viaje! Me puse las chanclas, las gafas de sol y hasta los calcetines.
Luego, seguramente influenciado por su profesión, se “aperiodisticó”. Le empezaron a gustar los datos, la objetividad y la verosimilitud, y parecía que se había olvidado de desobedecer. Así nacieron ensayos interesantes y correctos como “Maestros depurados en Baleares durante la Guerra Civil”, “Queridos forasteros”, “Zeta, el imperio del zorro” y “La cicatriz”.
Durante algunos años de paro y otros de jubilación, abrió un blog: “Negro sobre blanco”, donde escribía y comentaba noticias para quitarse “el mono”. No debe ser fácil dejar de ser redactor de la noche a la mañana, dejar de ser en un día lo que has sido todos los días a lo largo de treinta años. No sé muy bien cómo, de la misma manera que nos aparecen canas, supongo, “Negro sobre blanco” se convirtió en “Diario de un periodista en paro”, donde las noticias no perdían objetividad, pero ganaban poco a poco opinión. El escritor se estaba merendando al periodista.
En ese momento, todavía con algún ramalazo periodístico nació la novela “A sotavento”, plagada de datos y de investigación, casi un ensayo novelado. Parece que “A sotavento” haya sido el paso intermedio necesario para llegar de nuevo al Santiago puramente escritor, que es capaz de escribir como quien juega, pero que ahora, además, lo hace con la mesura y el poso de quien lleva años haciéndolo.
Y es así como nace “Perros de papel”, la señorita casadera que venimos hoy a presentar, como flamante resultado de la suma del regreso de su autor a la esencia como escritor y de la madurez de años de experiencia. “Perros de papel” es la historia de un periodista, contada por un escritor.