Revista Cultura y Ocio
El escritor se sienta frente a la pantalla en blanco y teclea: “VOCES DEL TERRUÑO”. Título provisorio, como para ponerle un nombre al cuento. Después se queda largo rato con la vista colgando del cursor titilante.
Al día siguiente vuelve a intentarlo, termo y mate a mano. No hay caso, no arranca. No encuentra las voces de su infancia. No llegan olores, imágenes tampoco. Rebusca en cada caja de memoria. Desvela telones pesados y cenicientos. Amaga unas palabras aisladas y sin conexión. No brota el vómito, ese torrente que suele surgir y que lo recluye del mundo mientras escribe. “Terruño” no le dice nada. Con el mate torcido en la mano, casi chorreándose, se absorbe en una reflexión: “¿De dónde carajo soy?”. Es que no encuentra la pertenencia, el sentimiento de propiedad, de posesión que suele acompañar cuando se dice: “esta es mi tierra”. Nunca pudo atarse a un lugar, por decisiones ajenas y propias y así vio pasar paisajes, culturas y personas. Amigos que no llegaron a serlo. Banderas nacionales y políticas disueltas y vueltas jirones. “¿Y esto es malo?”, vuelve a preguntarse. “¿Habrá que ser de algún lado, nomás?”. Entonces escribe: La joven trigueña se recostaba con los brazos apoyados en el marco de la ventana del octavo piso. A su lado, compartiendo la visión de la metrópolis adormecida, el joven mezclaba palabras y pensamientos en un portugués precario. No se animaba a confesarle que gustaba de ella, que gozaba de su presencia, de su cercanía. Le resultaba difícil entender a las brasileras. Sus caricias y sus abrazos eran engañosos. Ya le había pasado: “Você está confuso. Eu só quero ser sua amiga.”, lo frenaron una vez. La lluvia, costumbre del verano, dejó de caer. Con el cielo limpio, algunas estrellas escapaban a la polución, enredándose con las luces de los rascacielos. El aire fresco penetraba en el cuarto y lo inspiraban profundo y en silencio, como para no espantarlo, porque duraba poco, antes de que el humo nuevamente quemara los ojos y los pulmones. –Eu amo São Paulo –dijo ella–. Eu amo essa cidade louca, cheia de paranóico. Eu não poderia viver em outro lugar. “Es cierto que yo también amaba esa mierda”, rememora el escritor. Había evolucionado en un paulista más. Disfrutaba de permanecer con la adrenalina a flor de piel cada hora del día. Ese ritmo de locos de las grandes ciudades, el tráfico, la violencia, la mendicidad organizada, los sin techo, la exclusión creaban un cóctel que paradójicamente lo atrapaba, lo invitaba a vivir, a volverse fuerte, resilente. Y en los momentos en que parecía explotar, descentrarse, el claustro de las bibliotecas lo bendecía y abrigaba. Lo cercaba con paredes de papel añejo y sabio. Con palabras ilustradas o ignotas que solían transportarlo a su niñez y a los consejos de su padre. El escritor despeja la bruma de los recuerdos, salta unos espacios en la página y vuelve a teclear: Pesada estaba la humedad en el estero. El Paraná había desbordado y los bajos de la zona se habían vuelto laguna. La inundación, como cada año, había exiliado a los lugareños hacia los vagones del ferrocarril, donde recibían asistencia y por ahora la zona pertenecía a mosquitos, sapos, garzas y cigüeñas. –¿Y por qué no se van a vivir a otra parte? –preguntó el niño. –Porque les viene bien que se les inunde el rancho. Allá les dan de comer y ropa nueva. Viven mejor nosotros –respondió el padre, mientras preparaba la línea de hilo plástico. Aseguró la boya, el anzuelo, enhebró una lombriz y la revoleó al centro del bañado. Después se sentó y mientras tarareaba un chamamé, sacó tabaco de una bolsa y empezó a armar un cigarrillo. El niño descolgó la honda que llevaba al cuello, la cargó con una piedra redondeada y salió en busca de pajaritos. –Cuidado que con toda este agua está lleno de bichos –le advirtió el padre. Paladeaba las salidas de pesca con su padre. La llegada junto con el sol, que desteñía las sombras y se espejaba en los esteros y el verde que cubría el horizonte. El bicherío que despertaba y aturdía con cantos y silbidos. Sus sueños volaban hasta ahí nomás. Apenas si despegaban del pueblo y del río. Y era suficiente. Probó unos tiros contra las flores violetas de los camalotes que flotaban a la deriva. Firme en la mano la horqueta de madera. Un canto conocido lo acercó a un ceibo alto, que sangraba de rojo a la orilla del estero. Medio escondido entre las hojas, el sietecolores silbaba fuerte, tal vez llamando a su hembra. ¡Semejante presa para mostrarles a los amigos del barrio! Se arrimó despacio, la honda tensada a medias, los ojos fijos allá arriba, la respiración contenida. Desde lejos escuchó a su padre que cambiaba al canturreo de una chamarrita. El resto era silencio. El sietecolores se había callado. Lo veía en lo alto del ceibo. Un paso a la derecha y lo tendría a tiro. Justo entre los yuyos donde dormitaba la yarará. Deja de escribir y camina hasta el armario. Aunque haya pasado una vida, cada vez que abre la caja que guarda la pequeña zapatilla con dos agujeros en la suela de goma, su cuerpo y sus sentidos se conmueven. Una inyección de colores, sonidos, olores elevan su conciencia y su memoria. Comprende que su pertenencia no es a un lugar, sino que es a la vida, a quienes lo rodearon, lo quisieron, lo amaron. Regresa al teclado y con ritmo frenético, sin pausas ni relectura, suelta sus recuerdos. Escribe sobre el chile mejicano y su boca adormecida por el ardor; sobre la pobreza endémica de Centroamérica; sobre sus amigos de la infancia; sobre su paso por Nicaragua después de la caída del águila; sobre su madre cantando entre la ropa tendida; sobre la solidaridad en la selva panameña; sobre la mujer que lo sueña y espera. Son como apuntes. Textos sueltos sin trama ni ilación, pero que en su todo puede ver la pertenencia. Son su propiedad, su vida. En cada uno de esos lugares fue él. Como lo es ahora y seguiría siéndolo a donde fuera. Porque se siente universal. El mate, frío y abandonado, aguarda con paciencia una nueva ronda.
© Sergio Cossa 2012
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