Cualquiera pensará que un viaje de 11 horas en avión, por muchas ganas que tengas de irte de vacaciones (o precisamente por eso), es un auténtico coñazo. Y efectivamente, así es.
Volamos con Air Europa en un Airbus A-330. Para el que no lo conozca, es un avión de tamaño considerable, una especia de cachalote volador. Su interior es bastante espacioso, distribuyéndose en base a dos filas laterales de tres asientos y una central de cinco. Cuenta con tres servicios higiénicos, pantalla de televisión personal y lo más importante: bar gratis. Todo un lujo. Sin embargo, la oferta cinematográfica a elegir no resultó precisamente la más atractiva, lo que sumado al hecho de que se sentase delante (una vez despegado el avión, y aprovechando que estaba vacío un asiento) un chabalete que se pasó el trayecto entero reclinándose y moviéndose, nuestro vuelo no fue todo lo placentero que se podía esperar. Eso sí, no dudamos en recurrir a la guerra sucia para defender nuestra comodida, pegando rodillazos en su asiento y bloqueándolo con las rodillas cada vez que intentaba reclinarlo. En el tramo final, cuando nos habíamos decidido a solucionar el asunto como personas adultas (es decir, chivándonos a una azafata), el chaval se dio por vencido. Con asturianos había topado.
Sin incidentes mayores, aterrizamos sanos y salvos en el Aeropuerto Internacional Jorge Chávez de Lima. Eran las 19.35. Habíamos salido de Barajas a las 14.30, hora española. 11 horas de vuelo. Comenzaba la aventura.
El aeropuerto de Lima no es muy grande, al menos teniendo en cuenta la población de la ciudad (8 millones de habitantes), pero es uno de los más modernos de sudamérica, lo que siempre es de agradecer al llegar de un viaje tan largo. Los trámites pertinentes fueron relativamente ágiles, y pronto nos encontramos en la puerta de llegadas, buscando nuestro nombre en la multitud de carteles que portaban los taxistas. Nos había dicho Juan que intentaría hacernos llegar a alguien de confianza que nos llevase a casa y que nos esperaría con nuestro nombre en la salida. En caso de que no estuviese, como sucedió, nos aleccionó acerca de cuánto debíamos pagar para que nos llevasen hasta Miraflores, el barrio donde vive. Entre 40 y 50 soles (10-13 euros). No más. Al final, como pinos, pagamos 65. No estábamos para negociaciones.
En Perú anochece pronto, sobre las 18h de la tarde, así que cuando llegamos ya era de noche. Nuestra primera impresión de Lima, bañada por la luz anaranjada de las farolas, en un taxi, y con el cansancio acumulado, fue un tanto apabulladora y surrealista. Al día siguiente, ya más descansados y a plena luz del día, nos seguiría causando exactamente la misma impresión. Aquello era feo, muy feo, pero auténtico. Más o menos como yo me había imaginado que era, en un alarde de simplismo mental, una ciudad sudamericana: una urbe sin fin, anárquica urbanísticamente, combinación de chabolas y casas-garaje, grandes bloques de edificios, zonas lujosas y modernas, chiringos, y mucha gente en la calle. Y la verdad es que Lima es eso... es eso y calor, mucho calor. Y cumbia, en mi opinión demasiada cumbia. También es tráfico, desquiciante y peligroso tráfico. Y sobre todo pobreza, alarmante pobreza.
El trayecto en taxi duró alrededor de 40 minutos. Miraflores es el barrio residencial más célebre de Lima. Hay otros barrios mayores o más bonitos como Barranco, pero la seguridad y nivel de vida de Miraflores hace que sea el lugar preferido para turistas y gente acomodada. Miraflores es un auténtico oasis en medio de un desierto de pobreza. No pobreza de barriadas (que las hay) y gente tirada en la calle, pobreza de vivir con lo mínimo y como se pueda. Porque lo más impactante de Lima, y de Perú en general, es el contraste económico existente entre la gente con dinero (unos pocos) y la gente humilde (la mayoría). No existe la clase media acomodada occidental. Son todos clase baja, y eso se refleja en la propia ciudad. Miraflores es una reproducción a miniatura, en medio del caos, de la vida aburguesada del primer mundo. No faltan la gente haciendo footing y paseando el perro, símbolo todo ello de bienestar social. Eso sí, los machupichus limpiándoles la mierda. Faltaría más. Porque Perú, o mejor dicho, la “clase A” (como allí se le conoce a la gente más rica), es ofensivamente clasista y racista. Son los dueños del país, criollos en su mayoría, y están dispuestos a dejarlo claro. Miraflores se extiende a lo largo de varios kilómetros de costa a la que se accede bajando un enorme barranco, lo que hace a la zona, en conjunto (y por contraste con el resto de la ciudad) muy agradable. El piso de Juan está en un moderno y lujoso edificio de primer línea, desde cuyo balcón se contempla una panorámica del Pacífico majestuosa.
Por fin, después de medio día viajando en avión, noche en Madrid, y el trayecto en tren desde Asturias, estábamos en casa. Porque desde el primer día, y gracias a esa complicidad sin palabras que solo se teje entre personas con las que, aunque pasen años sin verse, existe un feeling especial, la casa de Juan fue desde el primer momento nuestro hogar en Perú, amén de base de operaciones para los desplazamientos que llevaríamos a cabo.
Una vez establecidos en Lima, tocaba salir a conocer la célebre gastronomía peruana y ponernos un poco al día. Nos acercamos a Las Brujas de Cachiche, unos de los restaurantes más lujosos de Lima y que se encuentra en el propio barrio de Miraflores. Con Juan ejerciendo de Cicerone culinario, probamos diferentes platos típicos, como la papa rellena, el corazón de vaca o la papa a la huancayina. Y bebimos Pisco Sour, faltaría más. Todo a un precio más que razonable (por no decir tirado) teniendo en cuenta la categoría del local. Recogimos anclas pronto y volvimos a casa para arreglar un poco el mundo.
Nuestra llegada a Lima no podía ser mejor. La cosa prometía.