Revista Cultura y Ocio

Perusa, 1348

Por Cayetano
Perusa, 1348


Aquella mañana de invierno del año 1348  la maldición cayó sobre la ciudad. Como si se tratara de una pesadilla, un aire gris, plomizo y denso atravesó las murallas y se apoderó de sus calles. La muerte llamó a todas las puertas y muchos vecinos se la abrieron. Una sombra invisible y silenciosa se coló en las casas y se deslizó lenta pero certera por todas las habitaciones, pillando a sus moradores desprevenidos, a muchos de ellos en sus propios lechos…

Era la muerte negra. Nunca se había conocido nada semejante.

Francesco había salido de su casa para hacer su rutina acostumbrada: dos o tres visitas acordadas con sus clientes habituales, gente importante de la ciudad. En su mayoría solía tratarse de cuestiones simples: algún episodio de gota, alguna sangría, prescribir ungüentos, tónicos y pócimas… Y después, si el tiempo que quedaba se lo permitía, hacer su ronda voluntaria, como ya era costumbre desde hacía varios años, por las casas humildes de esa otra gente que también enfermaba pero no podía  permitirse el lujo de pagarse un médico. Al fin y al cabo, a él tampoco le suponía un especial sacrificio. Un par de horas más de trabajo, como mucho, y la satisfacción de haber hecho algo por esas personas que vivían miserablemente y apenas sí les llegaba para poder comer. Gentes que vivían cerca de la muralla, en casuchas pequeñas, inmundas, húmedas, de suelo de tierra apisonada, con ventanas sin cristales -pues eso era entonces un lujo al alcance de muy pocos-, con las que se intentaba detener el frío invernal simplemente echando el cierre a los postigos y quemando un puñado de sarmientos en el hogar donde, día tras día, hervía el triste puchero con algún hueso, algún nabo, algún trozo de col y poco más. Vecinos, en definitiva, pobres pero agradecidos, que a veces pagaban los servicios del galeno con lo poco que tenían: un par de huevos, un trozo de tocino o de queso… Y que el médico, por no despreciárselo, lo recibía con gratitud y haciendo elogio de lo recibido.

Francesco era médico, pero sobre todo una buena persona que era capaz de ponerse en el lugar de los desposeídos por la fortuna y ayudarles desinteresadamente. Y sí, esa era su idea: dedicar cada día algo de su tiempo a esos pobres desgraciados.


Perusa, 1348

El invierno se había presentado con todo su rigor y crudeza. Y el frío vino acompañado, como ya era costumbre, con calenturas, toses, esputos y resfriados. Lo normal en estos casos era la prescripción de bálsamos, cataplasmas, paños calientes para las articulaciones doloridas o entumecidas, paños fríos para hacer bajar la fiebre, encargar en la botica la elaboración de pócimas y brebajes a base de hierbas medicinales y especias y aconsejar a los afectados reposo e ingestión de líquidos. Poco más se podía hacer en estos casos.

Pura rutina. Desde que acabó sus estudios de medicina en la Universidad de Salerno, muy cerca de Nápoles, empleó casi todo su tiempo en la atención de enfermos en su localidad de nacimiento, en Perusa.

Perusa (Perugia) era y es una bella localidad erigida encima de una colina en el centro de Italia, con unas preciosas murallas de época romana y otras de reciente construcción, al lado del río Tíber. Pero ahora no era el paraíso sino el apocalipsis lo que estaba instalado allí. Una plaga bíblica por culpa de los muchos pecados de los hombres. Eso, al menos, era lo que se decía desde las altas instituciones de la Iglesia. El dedo acusador de los religiososvaticinabala llegada del castigo divino. Y a todos señalaba, casa por casa, puerta por puerta… Dios les había castigado. El fin estaba cerca. Había que arrepentirse de los pecados y observar un comportamiento piadoso. Y, sobre todo, rezar, rezar mucho… 

(Continúa)

Fragmento de un capítulo de "En la frontera" (Relatos de ficción con fondo histórico o real) Un proyecto registrado en Safe Creative.

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