Todo empezó un par de días antes con aquella rata que se le cruzó a Francesco en la calle. No era nada raro encontrarse con estos inmundos roedores, dada la cantidad de porquería que solía haber por todas partes. Pero lo que le llamó más la atención fue que aquella rata andaba de forma rara, como enferma. Generalmente, estos animales presentan gran agilidad, huyen de las personas y procuran pasar desapercibidas, pero aquella no tenía demasiada prisa o no podía correr. De vez en cuando, su cuerpo era sacudido por una especie de espasmo, aunque finalmente se perdió de vista y acabó por desaparecer tras introducirse por el hueco de una pared, donde me imagino que tendría su guarida.
Lo normal para el galeno, ya digo, tres o cuatro visitas a lo largo del día. Ahora eran muchos los que mediante pago o por caridad solicitaban sus servicios. Aquella mañana llegaron a su casa muchos avisos, la mayoría de gente modesta. Primero vino Luciana, la mujer de Pietro, el carpintero. Andaba angustiada, su marido estaba con fiebres y temblores, más raros e intensos de lo que era habitual. Y no dudó en acercarse a la casa del médico y llamar insistentemente a la puerta buscando ayuda. Luego le mandaron aviso de Giacomo, un humilde labriego, con parecidos síntomas. Y de Salvatore, el herrero, su mujer Alcina y sus dos hijas. Habían caído enfermos los cuatro. Y se fueron sumando ese día algunos más. Muchos presentaban picaduras de pulgas, por lo que nuestro galeno, ajeno por completo a las supersticiones oficiales, fue llegando a la conclusión de que esos insectos podrían ser los causantes o los propagadores de la enfermedad, aunque no lo tenía del todo claro. Había que esperar. No daba a basto para acudir a todos los domicilios donde le solicitaban sus cuidados. Y en todos encontraba los mismos síntomas que, si en sus inicios no eran del todo alarmantes, sí resultaba significativo que fueran tan repetitivos en casi todos los enfermos: tos, fiebre, tiritera… En un principio llegó a pensar que, fruto del frío invernal, todo ello andaba relacionado con cuadros de enfriamiento, catarros más o menos agudos. Podría ser también garrotillo… Pero en cuestión de horas el asunto se fue complicando… Se encontró con un panorama dantesco: gente vomitando una bilis sanguinolenta, fiebre alta, escalofríos, mareos, dolores abdominales, ganglios del cuello y de las ingles hinchados, sed, párpados caídos, tez pálida o verdosa, lengua pastosa y blanquecina, temblores, bubones que se hinchaban tanto que llegaban a reventarse, sudores que desprendían un hedor penetrante… Evidentemente, se encontró con un panorama que nada tenía que ver con una enfermedad corriente. Informó urgentemente a las autoridades que, alarmados, empezaron a tomar medidas poco después. En primer lugar, se avisó a cirujanos y barberos para que estuvieran dispuestos. Y a intervenir cuando los casos lo requirieran. A todo esto, se encontraron varias ratas muertas en distintos puntos de la localidad, algunas con restos de sangre en su exterior, como si hubieran muerto reventadas o por una hemorragia interna. Luego empezaron a llegar noticias de fuera: en grandes ciudades como Roma o Florencia estaba ocurriendo algo parecido. Con ello se acababa por confirmar lo que nadie quería reconocer: era la peste.Se editó un bando por el que se impidió el acceso a la ciudad. Las murallas debían servir de barrera para que la enfermedad no se propagara más allá. La puerta de Sant’Angelo se cerró a cal y canto. También la del Sole. Y la de San Pietro. Nadie podía entrar ni salir de la ciudad, salvo permiso especial de las autoridades, mientras durara la epidemia. Aquello fue terrible, porque en la práctica significaba la parálisis de las actividades económicas con el exterior y el colapso del comercio mientras durara la cuarentena. Se dieron órdenes estrictas de tapiar las primeras casas donde hubo brotes con todos sus inquilinos dentro, enfermos y sanos. Fue una medida drástica, dramática y nada piadosa. Nadie protestó, salvo los afectados. El miedo a contraer la enfermedad era superior a cualquier ejercicio de caridad o de compasión. Calceteros, sastres, boneteros, pelaires, tejedores y demás oficios relacionados con los paños y tejidos, con la lana o con la confección de calzas y otras ropas de uso personal tuvieron que quemar sus existencias pues se sospechaba que entre sus productos en los talleres podrían cobijarse pulgas y chinches, incluso ratas, transmisores más que probables de la plaga. A nivel médico, con la ayuda de todo un plantel de cirujanos y barberos, se realizaban sangrías con ayuda de sanguijuelas o del bisturí. Como había hemorragias, se pensaba que la enfermedad tenía que ver con la superabundancia de sangre. Cierto es que los enfermos lograban cierta calma y entraban en un estado de adormecimiento. El problema es que al eliminar sangre se provocaba debilidad y pérdida de defensas naturales. Un remedio muy utilizado era abrir el bubón con el bisturí, remedio a veces peor que la propia enfermedad por el riesgo de lesión de los vasos linfáticos.
Con el paso de los días aquello se extendió como una maldición. Por todas partes se veían casas cerradas a cal y canto, montones de cadáveres que iban saliendo de la ciudad en carros para ser enterrados bien lejos de las murallas en el llamado “foso de pestosos”… Y también iban llegando noticias de fuera: casi todos los centros urbanos estaban siendo pasto de la temible peste. Muchos ciudadanos que tenían posesiones en el campo estaban saliendo para alejarse del foco de la epidemia. La insalubridad de los núcleos urbanos, el amontonamiento humano y la masificación de viviendas en poco espacio eran un caldo de cultivo idóneo para la propagación de la enfermedad. El pánico se apoderó de todo el mundo. Nadie quería ser la siguiente víctima de la epidemia. Hubo hijos que abandonaron a sus padres en el lecho de muerte, esposas que abandonaban a sus maridos. Hubo enterradores que se negaron a dar sepultura a los muertos, notarios que se negaban a acudir donde los moribundos para hacer testamento, sacerdotes que no acudían a administrar la Extremaunción. Hasta hubo un obispo de cierto lugar que autorizó a los laicos para que, “como hacían los apóstoles”, se pudieran confesar entre sí. Hasta tal punto, que el propio Papa Clemente VI llegó a garantizar el perdón de los pecados de los que morían de peste sólo por la propia fe de estos, dado que nadie acudía a confesarles. La mortandad fue enorme. Se calcula que un tercio largo del total de la población falleció por causa directa o indirecta de la epidemia.
(...) (Fragmentos de "Perusa, 1384", un capítulo de "En la frontera")