Hace unos años la revista Der Spiegel publicaba un artículo en el que se revelaban algunas cartas de soldados alemanes en el frente durante la Segunda Guerra Mundial. En una, el futuro escritor y premio Nobel Heinrich Boell escribía desde el frente, en 1940, a sus padres: “si es posible, por favor remitidme un poco más de Pervitin.” Otro joven soldado destinado en Polonia en noviembre de 1939, también decía por carta a su familia: “Las condiciones aquí son duras, y espero que lo entenderéis si solo puedo escribiros cada dos o cuatro días. Hoy os escribo principalmente para pedir un poco de Pervitin…”.
Las condiciones son difíciles, escribir es muy complicado… está claro que el Pervitin es algo muy importante para ese soldado. Pero ¿qué es el Pervitin? Un vigorizante, una vitamina, algo que “te mantiene alerta”, enérgico y de buen ánimo.
O, siendo más preciso, metafentamina.
El Pervitin sale al mercado en 1938, fabricado por la farmacéutica Temmler y es de venta libre en farmacias. Sí, eso que tanto le costaba vender a nuestro amigo Walter White en Breaking Bad (la meta, el cristal) se podía comprar en una farmacia de Berlín tranquilamente. Pero la fiesta no duró mucho, la sustancia pasó a ser controlada por el Reich en julio de 1941, no porque le preocupara la salud de la población sino porque necesitaban asegurar el suministro a sus soldados.
Entre abril y junio de 1940 más de tres millones de comprimidos de Pervitin (y su ‘copia’, el Isophan) fueron entregados al ejército alemán para ser distribuido entre sus soldados, marineros y aviadores. Desconozco si los datos son fiables pero se habla de que durante todo el transcurso de la guerra se pudieron administrar unos 200 millones de comprimidos a mayor gloria de Reich.
Aunque, para ser justos, no solo los soldados alemanes usaron anfetaminas y derivados. Los kamikazes japoneses “vuelan literalmente embalsamados en metanfetamina”, en palabras de Antonio Escohotado. Los aliados también descubren las virtudes de la droga y no dudan en emplearla. Según el mismo autor “el ejército inglés había repartido ya unos 80 millones de comprimidos en 1942, especialmente entre aviadores aunque también para las tropas del norte de África”.
Que rulen las anfetas
La Benzedrina fue empleada durante toda la guerra por soldados, marinos y aviadores norteamericanos, los italianos también consumieron… En fin, que allí todo el mundo iba puesto.
Para los mandos militares todo eran ventajas. Una droga que aumenta la actividad, agudiza los sentidos, produce euforia, reduce la sensibilidad al dolor y enmascara la fatiga y el hambre parece diseñada específicamente para los soldados. En un memorando alemán destinado a oficiales médicos se lee: “el Pervitín es un estimulante altamente diferenciado y poderoso, una herramienta que permite, en cualquier momento, ayudar de manera activa y eficaz a ciertos individuos dentro de su rango de influencia a alcanzar un desempeño superior al promedio”.
Además, es más efectiva que la cocaína en varios aspectos. Puede ser ingerida vía oral y tiene efectos más intensos y duraderos, alrededor de unas 7 horas tras su ingesta. Así, entre marinos, aviadores y conductores de carros de combate alemanes el Pervitin era muy popular ya que se suministraba con poco control. La “wonder-drug”, también conocida entre los aviadores como “pastillas Stuka” o “píldoras de Goering” estaba incluida en el kit de primeros auxilios del soldado alemán.
Se consumió en grandes cantidades sobre todo en el frente oriental. La guerra es dura siempre, pero en el frente ruso era salvaje, y no solo por las condiciones climáticas. Aunque, con una tropa hasta las cejas de Pervitin no es tan fácil discernir si fue primero el huevo o la gallina. Porque el uso continuado de metanfetamina, una droga altamente adictiva, provoca estragos en el cerebro: ansiedad, confusión, conducta violenta que pueden llegar a la paranoia y delirio.
Hasta el último hombre y la última pastilla
Cegados por el resultado inmediato y las urgencias de la guerra, las autoridades nazis no evaluaron los efectos negativos de la sustancia y, aunque hubo intentos de controlarlo, nunca se renunció a su uso. Hacia el final de la guerra se pensó que una tropa de niños y ancianos, que era lo que quedaba de la Wehrmacht, necesitaba quitarse el miedo y la fatiga para combatir hasta el último aliento.
Claro que todos ellos estaban comandados por un Fhürer politoxicómano que al menos durante los años finales de la guerra consumió cocaína, morfina, anfetamina y barbitúricos, aparte de otros compuestos extravagantes recetados por su aún más extravagante médico personal, Theodore Morell.
Partidario de la legalización con control de las drogas, soy de los que piensan que su consumo no exime de su responsabilidad al individuo, siempre que éste la haya tomado de forma voluntaria y consciente, sin coacción alguna. También es verdad que en el caso de Hitler su paranoia era anterior al consumo de sustancias, está por saber si su delirio se incrementó gracias a ellas. Aunque lo que en verdad está por saber, y ha generado toneladas de papel que se incrementa cada día, es cómo tantas personas le siguieron en su macabro desvarío hasta el final sin tomarse ni una sola pastilla de Pervitin.
Desconozco cómo se trató a la legión de “adictos por la patria alemana” que sobrevivieron a la guerra, pero sería un estudio interesante. En la “Historia general de las drogas” de Escohotado, citada anteriormente, se menciona el caso de Japón.
“En 1950, el país tiene una cifra próxima al millón de adictos delirantes, y varios millones más no tan suicidas. Tras favorecer su empleo durante el glorioso sacrificio imperial, el gobierno se ve ahora obligado a encarcelar a una media de 60.000 personas al año por tráfico ilícito. Más de la mitad de los homicidios son perpetrados por maníacos anfetamínicos, miles de personas son hospitalizadas al año con diagnóstico de esquizofrenia furiosa por esto mismo y un número indeterminado contrae lesiones cerebrales permanentes”.
Pues eso, carne de cañón abandonada que no supone más que una molestia que meter bajo la alfombra, ese es el destino del soldado que pierde una guerra. Y a veces también del que la gana.