Voy a hacer un esfuerzo sobrehumano por contener mi instinto arengador y no embarcarme en un soliloquio sobre el futuro de España. No saben ustedes la de vueltas que he dado en la cama esta noche a cuenta del libro España destino tercer mundo del periodista Ramón Muñoz. No pasaba tanto miedo desde Carrie. Háganse una idea.
Por suerte para ustedes hay otra cosa que me quita el sueño por estas fechas: La navidad. O más concretamente, los eventos navideños. Que el mundo no está pensado para tener muchos hijos lo venía ya pensando desde hace un tiempo. Pero ahora, con el despliegue navideño de esas madres omnipresentes e hiperactivas que integran los comités organizadores de los festejos escolares y otros despropósitos, lo tengo más claro que el agua. No tienen piedad. Ni decencia. Ni nada. De nada.
No hay derecho a que me tengan la bandeja de entrada a rebosar de llamadas a la colaboración materna. Con una mano me piden dinero para cachivaches, espumillones y atrezzo erótico-festivo. Con la otra me increpan para que acuda a toda suerte de bazares, funciones y mercadillos navideños. No es que me pidan que vaya al sinfín de eventos que con la excusa de la navidad organizan, lo cual teniendo en cuenta que tengo que ir con cuatro criaturas colgando de la falda ya tiene delito. Es que encima me piden que ayude. La que no quiere que recoja firmas, quiere que lleve magdalenas para quinientos. La otra que me quede a las seis de la tarde para desmontar el escenario y la de más allá que vaya dos horas antes para montarlo.
Vamos a ver hermosuras: Si a mí la navidad me encanta y Nikolaus me parece un tío la mar de majo. Pero con que venga una vez me conformo. Me tienen ustedes la casa plagada de mandarinas, cacahuetes y figuritas de chocolate del susodicho con tanta visita del célebre santo. Vino el Lunes a la clase de patinaje con sus angelitos sobre hielo, vino el Miércoles como es la tradición familiar y vino ayer por partida cuádruple: dos veces en la guardería, una en el colegio y otra a cuenta de los suegros. Le veo casi más que al señor de DHL que me trae los libros de Amazon. Que ya es decir. Por no mentar lo harto difícil que es justificar las diferencias anatómicas de cada Nikolaus con su barba a cada cual peor puesta y su don de ubicuidad.
Yo entiendo que cuando uno se enfrenta a su primera navidad como padre le invade el espíritu de la navidad pasada, el de la presente y el de la futura. Todos a la vez. Entiendo que la emoción que nos embarga al ver la cara de felicidad de nuestro primer retoño ante su primera iluminación navideña es indescriptible y que todo nos parece poco para agasajar a nuestro primogénito y hacer de esta la navidad definitiva. La que recordarán cuando la prima de riesgo supere la barrera de la cordura. Entiendo que uno quiere amasar condecoraciones paternas y lucirse ante la seño haciendo gala de un espíritu navideño sin parangón.
Yo lo entiendo. Y lo respeto. Pero no lo comparto. Por una simple razón de agenda. Imagínense ustedes que en lugar de un retoño primoroso tuvieran cuatro. Imagínense también que tres de los mismos están ya escolarizados de alguna forma en tres clases distintas. Multipliquen cada reunión de profesores, de la APA, del comité organizador, del comité desorganizador y de la liga de las madres perfectas por tres. Multipliquen cada función, cada bazar y cada mercadillo por el mismo número. Multipliquen también el número de regalitos, sobornos, galletas y magdalenas a hornear. Divídanlo luego por… Una. Con más moral que el alcoyano. Pero una al fin y al cabo.
No me da la vida señoras. Por muchas amenazas veladas que me manden por email. No me da. Ni me va a dar. Y les digo más: Este exceso de furor navideño tampoco beneficia a nuestros retoños. Lo especial lo es por raro y poco frecuente y este despliegue excesivo empalaga. Mucho.
No perdamos los papeles señoras. La navidad está muy bien. En su justa medida.
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