Revista Opinión
Me preocupan las circunstancias que, a veces, me obligan a llevar una doble vida: la normal, bajo la luz del sol, y la excepcional, bajo la luz de la luna. Me perturban esos cambios bruscos entre mis costumbres que me obligan a examinarlo todo fríamente, bajo los focos de lo acontecido en el mundo diario, y mis sueños personales, vividos en noches de desvaríos que me sobresaltan y me hacen llorar a moco tendido. Es esa dicotomía de la vida la que me inquieta y sobresalta.
Por ejemplo, llevo ya tres jornadas tratando de aprovechar al máximo cada minuto de lo que me acontece, bajo un sol otoñal, pero sufriendo, al mismo tiempo, por la noche, horribles pesadillas que me hacen lanzar gritos desgarradores que despiertan y alarman a quienes viven conmigo. Es una doble experiencia que convierte mis días en aparentemente tranquilos y mis noches, repletas de angustiosos sueños que caen en el mar de la desolación, en oníricas pesadillas. Llevo así tres noches sufriendo horribles desvaríos y tres días, intentando tranquilizarme.
La última pesadilla sufrida ha sido la muerte de uno de los seres más queridos al que veo habitualmente rebosante de salud, y la preocupación por mis gritos y alaridos cuando regreso a este lado de la vida y lo contemplo como si fuera un milagro que me llenara de una extraña felicidad. Es una doble visión que desborda la simpleza de mis actos y mis pensamientos, creando continuamente sueños tormentosos en medio de claridades meridianas.
Luego, cuando trato de recordar lo soñado, un velo medio transparente se posa sobre ellos, desdibujando sus líneas y detalles mientras se impone la realidad de una nueva jornada que termina borrándolo todo. Esta doble visión de mi existencia me sorprende y me hace pasar de los instantes del frío polar al caluroso verano, del ayer al hoy, del negro al blanco, de la somnolencia a la realidad sin la menor coherencia.
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