Uno de los grandes pintores argentinos es Emilio Pettoruti. Hace unos meses, por recomendación de una muy buena amiga (¡gracias Laura!), cayó en nuestras manos un ejemplar de “Un pintor ante el espejo”, su autobiografía, en la que el maestro cuenta sus años juveniles estudiando en Europa, codeándose con los principales artistas de la época, y su duro regreso al país.
No pudimos negarnos a la tentación de reproducir algunos de los párrafos del libro, que iremos intercalando a lo largo de estas semanas. La lectura de “Un pintor...”, nos confirma algunas cosas. En primer lugar, la excelencia de un artista se basa, fundamentalemente, en el estudio y el trabajo. Frontal y polémico, la seguridad implacable de Pettoruti en sus juicios artísticos, revela la pasión por su don. No cedía cuando estaba convencido de una idea.
También, lamentablemente, la descripción de la mezquina sociedad argentina, nos revela que poco hemos cambiado desde entonces. Argentina, tanto en los años de Pettoruti como los actuales, es una sociedad que vilipendia el talento, glorifica a los mediocres y pone palos en la rueda como razón de vida. Los capítulos en los que el maestro Emilio Pettoruti, por problemas familiares, debe permanecer en la patria, anhelando el regreso a Europa, constituyen los más emotivos de su libro de recuerdos. Está ahí la tragedia (la tragedia argentina, podemos decir) del talentoso prisionero de una sociedad mediocre que teme perder, día a día, su habilidad artística, ante tanto esmeril cotidiano de lo vulgar.
Espero que disfruten estos fragmentos, tantos como nosotros leyendo el libro, que recomendamos vivamente para todos aquellos interesados por el arte.
Mi abuelo -sombrero de ala ancha y larga levita a lo Bartolomé Mitre como se usaba en la época- era un hombre esbelto, arrogante y no tan alto como parecía. Tenía los ojos rientes y las mejillas rosadas. Se paraba con las manos unidas atrás, el pie izquierdo ligeramente adelante, marcando un compás inaudible. Era extremadamente afable conmigo y no me regaló jamás un juguete; sabía, viéndome vivir, que los juguetes no me entretenían; los comprados por mis padres no dejaban el rincón donde mi desinterés los iba apilando: él me regalaba papeles y lápices de colores, los “juguetes” que me hacían verdaderamente feliz. Fue él quien siendo yo un niño de once años que nunca vio una pintura ni sabía cómo emplear el color, me hizo pintar, en lo alto de un muro de un patio cerrado, un gran canasto con flores. Su orden fue categórica: “Tenés que inventar las flores y no copiarlas”.
(Almafuerte) una mañana me dijo que había nacido para ser pintor, y me habló de la historia de una beca que la Legislatura terminó por negarle.
Él veía mucho más viable el destino del pintor que el de literato, sobre todo en un país como el nuestro. -”Aquí -me dijo-la gente es muy bruta y la pintura entra por los ojos. Usted pinta una bella cabeza o un bello paisaje, y vende el cuadro. Pero ya puede usted escribir la Divina Comedia que se le mirará como a un perro sarnoso y se le dejara morir de hambre”.
EMILIO PETTORUTI
“Un pintor ante el espejo”