Revista Comunicación
Es uno de los grandes escritores del siglo XX y sin embargo es de los menos leídos por los grandes escritores. Philip K(indred) Dick (1928-1982) es un autor popular que escribió más de 120 relatos y 30 novelas y cuya influencia sigue creciendo de la mano de filmes basados en sus obras, como Blade Runner (Ridley Scott) o Minority report (Spielberg), Lin Wiseman estrena el 14 de septiembre el remake de Desafío total, Ridley Scott prepara una adaptación de El hombre en el castillo y están en marcha las versiones de Ubik, Fluyan mis lágrimas, dijo el policía y El rey de los elfos. Beben de sus obras El show de Truman (inspirado claramente en Tiempo desarticulado), The Matrix, Abre los ojos, eXistenZ, El sexto día o El origen y escritores como Stanislaw Lem, Roberto Bolaño ("Dick era una especie de Kafka pasado por el ácido lisérgico y la rabia"), Rodrigo Fresán, Jonathan Lethem o Murakami se declararon fans de sus libros, mientras otros le imitan (Martin Amis con La flecha del tiempo tan similar a El mundo contra reloj).
La biografía del autor podría resumirse en que fue un pobre diablo, al que su fracaso como escritor que quería escribir como Kurt Vonnegut le llevó a ganarse la vida con relatos pulp de ciencia ficción y al que las drogas y una crisis de esquizofrenia paranoide (el 2 del 2 de 1974) le hizo creer que hablaba con Dios y que llevaba una doble vida en mundos paralelos, una como escritor de novelas fantasiosas en el siglo XX, asediado por la CIA, el FBI y Nixon, y otra como cristiano del siglo I en Judea. Pero, como decía Nabokov, lo importante en una novela o en una biografía, son los detalles.
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Murió sin un dólar en 1982 con sólo 53 años, apenas unos meses antes del estreno millonario de Blade Runner, basada en ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?. La construcción de la leyenda del autor se inicia con un nacimiento trágico. Su hermana melliza murió a los pocos días y sobre la lápida de la tumba se grabó su nombre junto al de su gemela fantasma, con la fecha de caducidad en blanco (1928-....) Culpó a su madre por haber dejado morir a su hermana por malnutrición y nunca le abandonó la mala conciencia de haber sobrevivido a su célula melliza.
Trasladado de Chicago a la California beat, el malditismo de Philip K. Dick se fue nutriendo después con su adicción a los alucinógenos y a las anfetaminas y a sus cada vez más frecuentes episodios esquizoides. En sus indigeribles diarios –The Exegesis– sostiene que un día de 1974, descansando en su casa, después de haber ido al dentista, y atormentado por el dolor, reclamó por teléfono analgésicos a la farmacia. Cuando abrió la puerta de la calle, la mensajera, que lucía un collar con el símbolo cristiano del pez, le disparó un rayo láser rosa que la transmitió conocimientos arcanos. Descubrió la anamnesis, la pérdida del olvido, y jura que en un parpadeo recordó que en realidad era un griego que vivía en el año 50 después de Cristo. El propio Philip K. Dick bromeaba con que sostener con demasiada obstinación la veracidad de sus visiones le hubiera conducido directamente al manicomio. Sus escritos se hicieron más ininteligibles; fracasado de nuevo en su enésimo matrimonio, su casa e vio poblada de yonquis, camellos de tres al cuarto y prostitutas baratas, y su mente fue invadida por visiones mesiánicas y religiosas. Atiborrado de sedantes y barbitúricos, e inútiles las curas de desintoxicación, soñaba que el universo le hablaba y que la radio le insultaba. Quedó atrapado en el mundo que había imaginado.
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“Me gusta construir universos que se deshacen. Me gusta verlos desbaratarse y ver cómo los personajes en las novelas se adaptan a este problema” escribió Dick. No sólo creía que el mundo era teatro. También el tiempo era para él una ficción. En su misticismo delirante creía que Dios enviaba información codificada al mundo y que los seres humanos tenían que desvelarla. O en lenguaje más actual: “parece que somos bucles de memoria (portadores de ADN capaces de experiencia) en una sistema computacional pensante en el que, aunque hemos correctamente grabado y almacenado miles de años de información experiencial, y cada uno de nosotros posee depósitos un tanto diferentes de todas las otras formas de vida, hay un mal funcionamiento -una falla- en la recuperación de la memoria”. Como los gnósticos, creía que un demiurgo malévolo había construido un contramundo falso y que sólo el amor o la empatía podía deshacer el engaño de las apariencias y recuperar el mundo original. Si Mary Shelley daba un final trágico a Frankenstein, cuya existencia artificial retaba el monopolio creador de Dios, Philip K. Dick actualiza la sátira de Swift y los yahoos sabios, convirtiendo a los humanos deshumanizados, idólatras de la razón, en seres más mecánicos que los robots e indiferentes y pasivos ante el poder que determina sus vidas.
“El poder del mal es hacer que la realidad cese de existir. Es el lento diluirse de todo lo existente hasta que la vida se difumine como un fantasma”, escribió en La divina invasión.
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“La herramienta básica para la manipulación de la realidad es la manipulación de las palabras. Si puedes controlar el significado de las palabras, puedes controlar a la gente que debe usar las palabras. ¿Cuál es la verdadera base del poder político? No las armas ni las tropas, sino la habilidad de hacer que los demás hagan lo que uno desea que hagan”. No estaba alienado cuando decía odiar los Estados que se interfieren en las vidas privadas de los ciudadanos: “La idea que se aferró a mi hace 27 años es ésta: toda sociedad en la que la gente interfiere en la vida privada de los demás no es una buena sociedad; todo Estado en que el gobierno 'sabe de usted más que usted', es un Estado que debe ser derribado”.
“Philip K. Dick: el hombre que soñaba dioses eléctricos”
JOSEP MASSOT
(ñ, 20.08.12)