
-«Panorama de la ficción científica y especulativa española moderna y su recepción hasta la guerra civil de 1936», por Mariano Martín Rodríguez
-«Los mundos imaginarios de la literatura fantástica portuguesa», por António de Macedo
-«Ain't no Techno-Thriller in here, Sir!», por Pascal Lemaire
Textos Recuperados:
-The Two Ships por Adam Gerencsér
Críticas:
-Jack Kirby: El cuarto demiurgo, por Fernando Ángel Moreno
Doble Hélice:
-La cuadratura del círculo de Gheorghe Sasarman
Transrealismo, lisergia y un aire para laúd

Es sabido que, en noviembre de 1971, Philip K. Dick denunció un robo en su vivienda de Santa Venetia. Buscando un motivo para lo que no suele tenerlos, su desquiciada mente hiló teorías conspirativas que tenían que ver con sus escritos. Según cuenta Emmanuel Carrère en la biografía que escribió sobre el norteamericano, Dick pensó que la causa del hurto podía estar escondida en las páginas de Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, una novela que había abandonado hacía un tiempo y en cuya historia, comenzaba a creer, debían de encontrarse datos o hechos coincidentes con la realidad. Le habían llegado rumores de que los efectos de la droga que aparecía en la novela asemejaban los producidos por un derivado del LSD con el que experimentaba la CIA. Y no sólo eso. Pensando en ello, empezaba a darse cuenta de que el presidente de los EE.UU. y el país distópico que describía en el libro podían guardar similitudes con Richard Nixon y sus secretos planes de futuro, planes de tintes comunistas.
Si esto suena perturbador, lo siguiente va unos grados más allá. En el texto de un discurso que fue invitado a dar en la Universidad de Missouri y al cual tituló “Cómo construir un universo que no se derrumbe en dos días” (discurso que en realidad no llegó a dar y que fue publicado como ensayo años después de su fallecimiento), Dick detalla las numerosas coincidencias que su novela guarda con sucesos reales acaecidos posteriormente y -esto es lo más gordo- con acontecimientos descritos en la Biblia, concretamente en los Hechos de los Apóstoles, cuyo contenido él decía no conocer. De todo esto, Dick extrajo la conclusión de que el tiempo no es como creemos, que alternamos dos realidades, la convencional y otra radicada justo tras la muerte de Cristo. Esa fue la tesis que, potenciada por el conocido suceso epifánico del colgante piscis, defendió en la convulsa conferencia de Metz en la cual se destapó su locura.
Ante estos episodios hay que concluir que Fluyan mis lágrimas, dijo el policía es, al margen de su contenido literario, un libro fundamental, decisivo en la biografía de Dick. Pero a pesar de ello, no hay que buscar en él los motivos de su locura. Quien acometa la lectura de esta novela con la intención de desentrañar algún tipo de misterio causal, de encontrar la fuente de los desvaríos de su autor, quedará decepcionado. En sus páginas no va a encontrar otra cosa que una de esas extrañas historias escritas por el gran ilusionista de las realidades impostadas, una trama de ciencia ficción que, como la mayoría de las imaginadas por el autor, va a introducir en la mente de quien lo lee, de una forma tan efectiva como poco ortodoxa, la desorientación del protagonista y sus dudas sobre la solidez del mundo perceptible.
En esta novela vuelve a apreciarse una de las más extrañas características con las que cuenta la escritura de Dick, esa gran capacidad para interesar al lector y traspasarle la sensación de haber leído un buen libro a pesar de haber utilizado para ello fundamentos literarios más bien pobres. Incluso dentro del género de la ciencia ficción, generalmente permisivo con este tipo de cuestionamientos, existe el convencimiento (al igual que ocurre con Isaac Asimov) de que Dick no fue un buen literato. No posee un gran vocabulario, no se sirve de tropos floridos y tampoco estructura correctamente sus libros. Esta novela, al igual que otras muchas, está construida de una manera rara, dislocada. Comienza con un pasaje que parece crucial y que no tiene incidencia en el desenlace de la historia. Diferentes personajes se rifan el protagonismo, apoderándose unos y otros de distintos momentos de la narración sin un claro motivo. Ideas y subtramas antes ausentes aparecen y cambian el ritmo de la historia de un momento a otro, y hay un epílogo a modo de ¿qué fue de? seguramente prescindible. Y sin embargo, todo parece tener sentido durante la lectura.
Las primeras páginas del libro tienen como personaje central a Jason Taverner, un famoso showman televisivo que presenta un programa de variedades de gran audiencia. Una admiradora despechada le ataca una noche arrojándole una criatura que hunde sus seudópodos en su pecho. Taverner se desvanece y despierta en un universo que no parece ser el suyo. Nadie recuerda su existencia, carece de documentación y ni siquiera consta en las bases de datos de la policía. A mitad de novela, la responsabilidad de la narración se traslada al comisario de policía Felix Buckman, quien mantiene una relación incestuosa con su hermana y tiene la responsabilidad de atrapar al hombre inexistente. El desenlace, la

Con respecto a esa heterodoxia, Kim Stanley Robinson, cuya tesis doctoral versó sobre las novelas de Philip K. Dick, afirma que si éste no llegó a encabezar la New Wave fue porque sus propuestas eran bastante más extremas que las del innovador movimiento. Como he mencionado antes, las narraciones de Dick no son uniformes, y gustaba de introducir alguna que otra extravagancia en medio de ellas, como por ejemplo los párrafos en aleman y las líneas teatrales intercaladas en el texto de Una mirada a la oscuridad, pero donde realmente se rebela contra la ortodoxia es en el contenido de sus historias. La aparición del rostro equivocado en una moneda exige al lector de Ubik hacer un esfuerzo e ir más allá de toda lógica. En Fluyan mis lágrimas, dijo el policía, Dick propone una idea absolutamente audaz e inesperada. Es la historia de alguien que trastoca la realidad, pero no contada desde el punto de vista del sujeto, sino de otra persona que aún recuerda la originaria y no sabe nada del cambio.
Los relatos de Dick ponen a prueba la mímesis aristotélica. El elemento fantástico no actúa sobre su propio universo ficticio siguiendo una pauta lógica, no sigue una coherencia identificable con la realidad. El estilo con el que Dick elabora sus historias contamina la zona perceptiva con la que el lector juzga la relación entre el universo narrado y el real. Por ejemplo, si un individuo se droga, debería afectarle sólo a él, no a otra persona; o en todo caso, a su realidad, no a la de los demás. Pero así ocurre, sin embargo, en esta novela. Dick obvia ese pacto de verosimilitud, lo cual incrementa la sensación de irrealidad en el lector, pero a costa de estirar peligrosamente la suspensión de incredulidad. Si se coloca el foco sobre el autor puede llegarse a la conclusión de que Dick escribe las novelas por impulsos, según se le van ocurriendo, y que todo esto parte de un proceso negligente, no deliberado, pero si se mira el resultado final y se hace caso exclusivamente al libro, la impresión que se obtiene es la de haber leído una obra tan fascinante como audaz.
En cuanto a su contenido particular, esta novela presenta muchas de las recurrencias habituales en la obra de Dick. Al igual que en libros anteriores, el humor viene dado por la franqueza de los personajes, los cuales, lejos de sorprenderse ante las increíbles implicaciones de lo que van descubriendo, lo asimilan con normalidad, actitud que produce un efecto risible en ciertos diálogos. Es significativo que el pasaje más cómico de la novela ocurra precisamente durante la explicación del misterio (pag. 244), como si el propio Dick se riera de lo que propone. Por otra parte, la droga, elemento muy común en la obra dickiana, juega aquí un papel fundamental como elemento distorsionador, no sólo de la realidad, sino también del propio devenir de los personajes. La droga dispara la trama (el bicho tentacular con el que es atacado Tavernier), es la causante del misterio (a través de Alys, la hermana adicta de Buckman) y conforma la sociedad paralela en la que despierta el protagonista.
Al igual que en novelas anteriores, Dick vuelve a evidenciar su preocupación por aquello que determina la cualidad humana. Fluyan mis lágrimas, dijo el policía muestra en primera lectura puntos en común con ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? Hay coches voladores ("sutiles" en la traducción), se hace referencia a colonias marcianas, el protagonista es un seis (un ser humano genéticamente modificado) y hay muñecos llamados Risueño Charly de cuyos labios sale la verdad como si de un oráculo se tratara, pero el mayor punto de contacto entre ambas obras se encuentra en el diálogo que mantienen los hermanos Alys y Félix. El cruce dialéctico que mantienen en la comisaría (el mismo lugar en el que sucede en la novela que dio origen a la película "Blade Runner") profundiza en la cuestión de qué nos hace humanos. Alys se cuenta entre los adictos que se han sometido a una intervención quirúrgica en el cerebro. En ella les extirpan los centros humanos del cerebro, salvo los responsables del placer, lo cual revierte en una significativa falta de empatía. Esta circunstancia da pie a una interesante conversación que deja constancia de la gran importancia que le da Dick a quienes piensan y sienten de forma distinta al resto.
Hay otro aspecto relevante en la novela y que tiene mucho que ver con el género al que pertenece. Sin llegar a las cotas de significación presentes en El hombre en el castillo, el cruce de realidades que Dick desarrolla en este libro lo incluye a la par en los subgéneros de la ucronía y la distopía. La línea temporal paralela a la que es desplazado Jason Taverner aparece casi siempre en segundo plano, al fondo de la trama principal, pero los detalles que deja entrever de ese mundo (y del que él mismo proviene) son terribles. Hay campos de trabajo forzado para quienes

Fluyan mis lágrimas, dijo el policía sólo ha dejado huella entre los aficionados a la ciencia ficción. Lógico por una parte, puesto que su temática y la presencia de algunas manías internas entroncan directamente con lo que se suele encontrar en el género. Por ejemplo, Dick menciona de pasada grandes títulos de la literatura universal como En busca del tiempo perdido o Finnegan's Wake, pero se limita a citarlos sin profundizar en ellos, como para, mediante su presencia, darle una pátina de distinguibilidad al texto. Sin embargo, junto a este tipo de añagazas se encuentran pasajes de gran profundidad, como el que recoge el extraordinario diálogo que mantienen Tavernier y la adolescente Ruth Rae sobre la naturaleza del amor y el correspondiente dolor posterior.
Uno ama a alguien, y de pronto desaparece. Viene a casa un día, comienza a hacer las maletas, y dices: “¿Qué sucede?”. Y te contesta: “Tengo una oferta mejor de otra persona”. Y se va.
En ese mismo orden de cosas, el extraño capítulo 27, verdadero final del libro si obviamos el innecesario epílogo, se beneficia de un marcado tono intimista. Como ocurre también en muchos momentos de Una mirada a la oscuridad, da la sensación de que es el propio Philip K. Dick, y no el personaje de la novela, quien reflexiona ante el lector. Las lamentaciones de Félix Buckman por la muerte de su hermana parecen una transposición de las suyas por el temprano fallecimiento de su gemela, un hecho trágico que atormentó al escritor norteamericano durante toda su vida. El nivel de profundidad que consigue imprimir en gran parte de su producción de los años 70, no sólo en esta novela, se debe principalmente al carácter autobiográfico que volcó en ella. Las obras escritas en esa década representan, sin duda alguna, la cima literaria del autor.
Treinta años después de su muerte, Philip K. Dick se ha convertido en un autor muy popular. Hasta hace poco se aseguraba que eran dos los grandes temas de la literatura: el amor y la muerte. Yo diría que tras Dick y su puesta en duda de la realidad, ese número ha aumentado a tres.
La versión original de esta crítica fue publicada en el nº 16 de la revista Hélice.