Es posible que Phnom Penh, la capital de Camboya, pueda recuperarse de la locura que supusieron los jemeres rojos y su intento de, literalmente, hacer desaparecer la ciudad de la faz de la tierra.
Vista hoy, desde un simple paseo a pie, aun se pueden reconocer las heridas dejadas por la demencia del hombre. Aquí y allá, si te separas de las avenidas principales, puedes ver edificios derruidos o abandonados, muestras inequívocas de aquello. Cuando la mirada se posa en ellos, un pequeño escalofrío te recorre, pensando en lo que puede significar que evacuen de una ciudad dos millones de habitantes para destruirla a su antojo. Imaginaros desalojar la mitad de la población de Madrid, más o menos….
Como decía, es posible que Phnom Penh pueda recuperarse, y que tan sólo quede una historia que contar, de esas que asustan, y mucho. Por ahora, la impresión que da al pasear por ella es que está llena de vida y de ganas por hacerlo, por salir adelante. Por sonreir, por vivir. Por sonreir, por ejemplo, al madrileño que anda por sus calles con la mirada por mil sitios, por los mil tenderetes de todo tipo y condición, una tienda de marca junto a un carrito desvencijado que vende pollo asado. Mango al lado de lo que parece un garaje con todo tipo de suministros para esas motos que parecen forma parte de un variopinto torrente sanguineo que alimenta el corazón de Phnom Penh. Puede que haya más gente en muchas ciudades europeas, pero no estoy seguro de que haya más vida o de que se pueda ver de manera tan natural.
No existen reglas de tráfico en las calles. Cualquier vehículo puede surgir en cualquier dirección y sentido. Y no hay golpes, no he visto aun ninguna situación de tensión, de esas tan habituales, por ejemplo, en una ciudad como Madrid. Así que la explicación tiene que ser que es el respeto al otro lo que suple la falta de organización en las calles. Es el pensar en el conjunto de todos los que van conduciendo en ese aparente caos lo que hace que no sea un desastre.
Y entre sonrisas y caos, entre tenderetes y tuk tuks, entre gente que vive y ama con menos prisas y leyes, en medio de una ciudad que se reconstruye, pienso que ojalá no llegue el día que todo este organizado y normalizado, que haya guardias y semáforos, multas y orden, pero que se pierdan las sonrisas y esas ganas de seguir viviendo, de controlar el desorden con el respeto y las ganas de que todo siga construyéndose, pero sin derribar absolutamente ninguna de las sonrisas de esta gente
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