Cámaras de fotos de usar y tirar. Chancletas de saldo que hacen rozaduras con la goma. Quinceañeras andaluzas en viaje de fin de curso. Murcianos con marcas de sudor bajo las axilas. Francesas adolescentes que experimentan con el sexo. Miembros de una asociación catalana sin ánimo de lucro que pretenden llevárselas al hotel. Pelos teñidos de rubio, rubio sesentón, rubio de bote. Y el pavés de los aledaños del Coliseo romano aguantando las pisadas de todos, más los gritos de los ibéricos. Españolitos nuevos ricos que hace dos días cagaban en un corral y que ahora viajan, impunemente, por la Europa de todos, pagando con euros la inflación, gastando los beneficios del ladrillo, dejando las llantas de aluminio para el año que viene, para lucirlas en Torrevieja, Villajoyosa o Marbella. Y desde arriba, en plano cenital, Claudio Rivera, sentado en el mirador, fuma un cigarro y bebe una cerveza italiana, marca Peroni, mientras observa, atónito, la falsedad de un turismo de cartón piedra que no lleva drenaje, que no absorbe el pus de la infección, de la hemorragia educativa que aún arrastra. Un país al que le salieron las tetas antes que los dientes, una nación con demasiado miedo para tener identidad pero con suficiente valor para pasearse por el mundo sin preocuparse de casi nada, sin pensar que en Roma, a pesar de las piedras, también hay vida.
Mario Crespo, Cuento kilómetros (Inédito)