-"¿Quién manda, eh, quién manda?"
-"¡Usté, usté, señor Presidente, usté!"
Christian Guisa me ha pedido rescatar la crítica de Aguirre, la Ira de Dios, que publiqué -por las referencias políticas que vienen al final- a inicios del 2007 en la desaparecida página web Cinevertigo. Va, pues, tal como fue escrita hace un sexenio:
Hay que volver a los clásicos de
vez en cuando. Y por lo que respecta a quien esto escribe, eso es el quinto
largometraje de Werner Herzog, Aguirre, la Ira de Dios (Aguirre, der Zorn Gottes, República
Federal Alemana, 1972): un auténtico clásico. En 1972 Herzog todavía era un
cineasta joven –tenía apenas 30 años de edad- pero ya estaba consolidado como una
de las voces más originales del cine alemán de su generación. De hecho, para
entonces, el prolífico cineasta ya había realizado, entre cortos y largos, 12
filmes, y había dirigido ya dos de sus más celebrados largometrajes: la
perturbadora alegoría También los Enanos Empezaron de Pequeños (1970) y el hipnótico
filme experimental Fata Morgana (1971).
Aguirre,
la Ira de Dios se
convertiría, con el paso del tiempo, si no en la obra maestra de Herzog –aunque
algunos consideran que sí lo es-, por lo menos en su película más emblemática.
Por principios de cuentas, esta fue la primera cinta en la que Herzog se
encontró con su actor-favorito/alter-ego/rival-perfecto Klaus Kinski, en una
tormentosa relación que los llevaría a trabajar en cinco filmes y a llenar con
decenas de impresionantes anécdotas (¿reales?, ¿fantásticas?) su ineludible
trabajo fílmico.
En
segunda instancia, Herzog llevaría aquí al límite (aunque no sería la primera
ni la última vez) su particular filosofía de cómo filmar: para el cineasta
alemán, hacer películas no significa colocarse detrás de la cámara y ver lo que
otros hacen frente a ella, sino participar, involucrarse, ser parte de la
historia (y en todos los sentidos del término). Y si esa historia está ubicada,
como en Aguirre…, en las Amazonas peruanas, pues hasta allá irá Herzog con
actores y técnicos, a vivir y trabajar en plena jungla, a filmar en estricta
secuencia de principio a fin, a construir con sus propias manos -eso dice la
leyenda- las balsas en los que personajes navegan el caudaloso río Nanay,
tributario del Amazonas.
Y
en tercer lugar, tal vez esta es la primera vez en la que Herzog mostró interés
en lo que sería –hasta la fecha- su obsesión artística. El director de
Fitzcarraldo (1982) es un hombre
obsesionado por personajes obsesivos, sean éstos construcción totalmente
ficticia, estén basados vagamente en hechos auténticos o sean personajes
reales, de carne y hueso, como el increíble/patético amante-de-los-grizzlys que
retrata en su más reciente obra mayor El Hombre Oso (2005).
Aguirre…
es la muy libre puesta en imágenes de una de las aventuras más demenciales
ocurridas en la Conquista
de América. En 1560 un grupo de soldados españoles comandado por Pedro de Ursúa
se internó en la selva amazónica en busca de la mítica El Dorado, una ciudad dizque construida de oro puro. Históricamente se sabe que la expedición terminó en una
extravagante rebelión contra la monarquía, pues Ursúa fue depuesto y asesinado
por sus subalternos. Uno de ellos, “el loco” Lope de Aguirre –un aventurero de
oscuro pasado- terminó auto-erigiéndose en “Príncipe de Perú, Tierra Firme y
Chile” y asoló las tierras amazonas durante varios meses hasta que fue
derrotado y ejecutado en 1561.
A
partir, pues, de este episodio histórico real, Herzog –autor él mismo del
guión- se concentró en lo que le interesaba: en retratar la locura a la que van
cayendo todos los miembros de esa maldita expedición. Después de que Ursúa (Ruy
Guerra) es asesinado por Aguirre (Kinski delirante/¿delirando?), la trama se
mueve a terrenos en donde se fusionan la parábola política, la comedia del
absurdo y la una de las más pesimistas meditaciones acerca de la naturaleza
humana que yo recuerde. En la medida en que todos los soldados van cayendo, una
tras otro, en manos de la naturaleza, de los implacables indios nunca visibles
o del propio Aguirre enfurecido, los pocos sobrevivientes se desbarrancan aún
más en la alucinación, hasta llegar a la imagen final, una de las más
perturbadoras del cine de los años 70: un Klaus Kinski solo, rodeado de una decena
de pequeños primates, sobre una precaria balsa construida con troncos, navegando,
enloquecido, por el Amazonas.
Por
supuesto, en su momento Aguirre... se leyó como un fascinante retrato del fascismo
hitleriano, pero uno puede atreverse a hacer sus propias lecturas. El Aguirre
de hace 35 años es, hoy, el retrato de un caudillo derrotado (por sí mismo y
por sus enemigos) que se hace llamar Presidente legítimo, es el retrato de un
gangster megalomaníaco que grita “traición” cuando el principal traidor fue él,
es el retrato de un mediocre chaparrín y de lentes que necesita usar y presumir
de la fuerza para que los pequeños primates que lo rodean le rindan infinita
pleitesía. Aguirre, la Ira
de Dios: nuestra clase política en su laberinto y sobre una balsa que se llama México.