Un lector me preguntó si tenía algo escrito sobre Despertando a la Vida, de Richard Linklater, a propósito del reciente estreno de Antes de la Medianoche. Sí, por supuesto, la vi en su momento y escribí de ella, hace más de una década, lo siguiente:
“...A las sombras, los sueños y
las formas
que destejen y tejen esta vida”
Borges, por supuesto.
La
estructura de Despertando a la Vida (Waking Life, EU, 2001), se asemeja a la de las muñecas rusas: un
muchacho sueña y se despierta, para luego darse cuenta que no se ha despertado
aún y que sigue soñando. De nuevo se despierta: parece todo normal, pero no es
así. Por supuesto, sigue dormido. Vuelve a caminar en su sueño y vuelve a
despertarse... ¿o de plano sigue dormido?
¿Y, a
todo esto, que pasa en cada sueño o, mejor dicho, en ese larguísimo sueño que
es todo el filme? Mucho y nada: en la primera parte, el protagonista sin nombre
(Wiley Wiggins) parece estar entrevistando a una serie de profesores de
filosofía que le hablan de existencialismo, postmodernidad, teoría del caos,
evolución neo-humana (what-ever-that-means) y física cuántica, mientras sueltan
nombres harto sospechosos como Sartre, Kierkegaard, Nietzsche, Aristóteles y
otros cuates de esa calaña. Después, el mismo muchacho pasa de escena a escena
en donde es testigo de pláticas entre amigos, anécdotas más o menos curiosas,
meditaciones sobre Bazin y la teoría del cine, más una (no tan) sorpresiva
aparición del mismísimo Steven Soderbergh haciendo un jocoso comentario que
sirve como una suerte de epitafio de la propia película que estamos viendo: Soderbergh cuenta que cuando Louis Malle le dijo a Billy Wilder que
estaba haciendo un filme de dos millones de dólares que trataba de un sueño que
estaba en otro sueño, Wilder sólo le respondió: “Hijo, acabas de perder dos
millones de dólares”.
¿Cómo
sostener una película que dura 100 minutos y que no trata de nada,
convencionalmente hablando? Fácil respuesta: imposible sostenerla. O, mejor
dicho, casi imposible. Porque si Despertando a la Vida resulta un notable filme
que no hay que dejar de ver a pesar de una “pequeña” falla –no tiene claro qué
es lo que quiere decir-, se debe a su interesante propuesta visual.
Y es que el filme del cual he
estado escribiendo es una película animada realizada por Linklater mediante la
técnica de animación conocida como rotoscopio. Es decir, la cinta fue hecha con
actores de carne y hueso, para después ser “re-hecha” con animación, tomando
como base las imágenes fílmicas. Ahora bien: el rotoscopio no es nada nuevo –la
versión animada de El Señor de los Anillos (1978) fue hecha así, por ejemplo—pero
sí lo es el uso de un software que le permite a Linklater y a su animador Bob
Sabiston jugar con las imágenes, de tal manera que, más allá de la
narrativa-de-muñeca-rusa, el filme nos instala en un universo onírico en donde
todo lo que vemos corresponde a una realidad creada y sustentada en el
libérrimo mundo de los sueños. Los objetos se mueven caprichosamente, los
rostros de las personas se transforman como si los estuviéramos viendo a través de
espejos deformantes, los personajes cambian de color o sus ojos se salen de sus órbitas o parecen bocetos de Picasso que caminan con
vida propia... Es, pues, la calidad de la propuesta animada y la desfachatada
experimentación del propio filme de Linklater lo que hace que la cinta valga mucho la
pena.