Revista Cultura y Ocio

Piedras contra el cristal

Publicado el 23 junio 2016 por Javier Ruiz Fernández @jaruiz_

Esta no es la ciudad más calurosa que conozco; ni por asomo. Al estar rodeada de mar y de montaña, si acaso, una de las más húmedas, pero el calor es soportable en verano y el frío poco molesto en invierno.

Quizá por eso, a partir de mayo, falta despertar unas cuantas conciencias y sobra ropa en el armario. Y quizá por ello murió un perro, uno más, uno que quedó encerrado bajo el sol de Castellón, y otros muchos lo harán también aquí, y en cualquier otro punto de la península; este año, el que viene, el siguiente, hasta que, a fuerza de golpes, terminemos por despertar.

El interior de un coche al sol es un horno, más aún para nuestras mascotas que no comparten con nosotros los mismos mecanismos para combatirlo: en nuestro caso, sudor a través de todo el cuerpo; en el suyo, jadeos y sudoración a través de las almohadillas. También es peligroso para un gato, un hurón, un niño, o cualquier otro ser vivo.

Golpes de calor en perros (coche)
Muchos mueren cada año; aquí, y en todas partes, porque nadie toma la iniciativa, porque hay leyes, porque no es asunto nuestro; ocurre por todas partes, pero, esta vez, también sucedió aquí.

Te lo explicaré.

Esa mañana estaríamos, al menos, a treinta grados a pleno sol. Un grupo de seis o siete personas se arremolinaba junto a un Ford Escort del año noventa y pico y, en el interior, un perro se revolvía inquieto, jadeando con fuerza y a toda velocidad; cansado de moverse de arriba para abajo, a la espera de que alguien volviese a por él.

La gente miraba, criticando la irresponsabilidad de esa persona que había dejado a un perro en el coche por tiempo indeterminado ya.

Pregunté a una chica de veintipocos. Ninguno sabía cuánto tiempo llevaba ahí dentro, y recordé que veinte minutos pueden ser suficientes para rescatar solo a un cadáver. Habían llamado a la policía: es lo que se debe hacer, comentó alguien, apesadumbrado.

Observé a los presentes; por un instante, imaginé que uno de mis perros se encontraba en una situación similar. Una niña de no más de cinco años miraba a su madre a los ojos, sin entender; el perro subió las patas una vez más a la ventana, y contempló a los presentes moviendo la cola, sin demasiados aspavientos ya.

Después, se recostó en el suelo del coche, tras el asiento del conductor.

—Hay que sacarlo de ahí —dije—.

Es delito romper una ventanilla.

Es ilegal abrir el coche de otra persona. 

No se puede hacer nada si no está aquí la policía. 

Encontré una piedra en el parking, y la gente dejó algo de espacio a mi alrededor. En el interior, el animal se echó a un lado; aticé un golpe seco al cristal, y estalló en mil pedazos.

Con ayuda de la misma, limpié de fragmentos el lateral de la ventana y corrí el seguro hacia arriba. Por último, abrí la puerta, y el perro asomó el hocico hacia fuera. Alguien apareció con una botella de agua, y un tercero comentó que no se le obligase a beber si no tenía sed —tenía razón—, pero que intentásemos llevarlo hacia la sombra de un árbol y echarle agua por encima.

El perro hervía. En un primer momento, le acompañé cogido por el collar, pero él mismo se dirigió sin muchos rodeos a la sombra. Allí quedó, con su perfecto pelaje blanco y negro de mil leches que lo convertía en un ser único que estuvo a punto de perderse.

Llegó la policía. Preguntó quién había roto el cristal.

Recuerdo perfectamente que esa fue la primera pregunta: no fue si el perro estaba bien, si llevaba mucho tiempo dentro del coche, si había aparecido el dueño o la dueña con el fin de aclarar lo sucedido.

Quién. Había. Roto. El. Cristal. Y se supo la verdad al instante.

Lo tomé bien. Una multa. Una detención incluso. Una condena. Se puede esperar cualquier cosa de este país donde importan más los bancos que las leyes, y más las leyes que protegen a estos, que las personas y los animales con los que convivimos.

Tampoco reculé aquí. Podría haber dicho: “Cuando una ley es injusta, lo correcto es desobedecer”, pero no lo hice. Acepté los hechos uno por uno, el resto, se sobreentendía; una acción tras otra.

—Sí, llevaba un buen rato —dije—, pero de lo único que cualquiera de los presentes debería arrepentirse es de lo mucho que se ha tardado en romper ese cristal con una piedra.

El perro jadeaba bajo la sombra de un árbol.

Las leyes están para cumplirlas.

No podemos tomarnos la justicia por nuestra mano.

Un agente de policía es el único que puede hacer algo así.

Lo negué taxativamente. Las leyes injustas deben cambiarse. La policía no estaba, agregué, y de estar, sé que han muerto muchos animales por no tomar cartas en el asunto: de estar presentes ustedes, hubiera hecho lo mismo.

No sabía si iban a multarme o a detenerme.

El dueño o la dueña del Ford Escort seguía sin aparecer.

Algunos y algunas estaban de acuerdo conmigo; otros estaban avergonzados por seguir preocupados por un trozo de vidrio.

Al fin llegó una mujer de mediana edad. El perro ladró, complacido: su bondad y su inocencia no pueden compararse con ninguna cualidad humana. Tuvo la integridad de preocuparse por su perro antes que por su coche. Nadie dijo nada, pero tardó escasos segundos en comprender su estupidez y su error.

Los policías también se miraron entre sí.

La niña de cinco años suspiró aliviada.

No hubo multa, ni arresto. No hubo nada más. Solo la certeza de que todo volvería a repetirse, antes o después, y que esta podía ser la mejor solución que esta ciudad, este país, este mundo, podía ofrecer a algo que nos importa tanto.

No salí corriendo, ni me despedí de los curiosos que allí quedaban; nadie me perseguía, pero escapé entre sonrisas.


Si esto puede implicarme a mí, a la mujer que lloraba abrazada a aquel perro, a los agentes que recibieron el aviso o a cualquiera de los presentes frente al Ford Escort, esto no es más que ficción.

Si aprendemos la lección de una maldita vez, ocurrió palabra por palabra.

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