Lo sabe. Sé que me ha visto entrando el otro día al portal, con la cara marcada por la culpabilidad y el olor de la prisa rodeando mis torpes movimientos. Nada de lo que ocurre en este desvencijado edificio escapa a su mirada; un Gran Hermano con ojos de portera cotilla que escudriña de manera inquisitoria, desde su pequeño cuartucho bajo el rellano, a todo aquel que ose a cruzar la puerta metálica que separa, cual frontera de hierro, la calle de su territorio: esa zona estrecha, coronada por un deteriorado cartel en el que todavía se intuye la palabra “PORTERÍA”, desde la que Doña Asunción controla los tejemanejes del inmueble.
Ningún vecino recuerda cuándo comenzó a ejercer su labor. Lo cierto es que está siempre ahí, día tras día, con la desconfianza como tarjeta de presentación y un gesto huraño que no invita precisamente a la charla. El portalón oxidado actúa como su alarma particular, chirría desesperado cada vez que alguien lo abre o lo cierra, delatando sin remedio el acceso de cualquier visitante. Entonces, como impulsada por un resorte, asoma su pequeña cabeza por encima del mostrador y supervisa el espacio mal iluminado que se extiende hasta la puerta del ascensor, tratando de identificar si el “invasor” pertenece a la comunidad o se trata de un extraño, sin registro previo en la base de datos de su cerebro. Yo estoy “fichado” desde aquella tarde de Julio en la que mi balón alcanzó el cristal de su ventana, haciendo añicos la diversión con la que nuestra pandilla consumía las tardes de calor en plenas vacaciones. Utilizábamos la pared del edificio como improvisada portería de fútbol, pintando con tiza blanca un larguero y unos postes imaginarios. En medio de un remolino de polvo, piernas y gritos, uno de nosotros conectó un balonazo que impactó de lleno en la única ventana de la otra portería, la de Doña Asunción. Ésta, al escuchar el estruendo de los cristales rotos tintineando sobre las baldosas, salió a la calle como poseída por cien demonios con un único objetivo: estrujar entre sus huesudas manos al irresponsable deportista, responsable de aquel disparo desviado con tanta puntería. La mala suerte quiso que en ese momento solamente yo, portero ocasional (paradojas de la vida…) me encontrase al alcance de su mirada. Corrí cuanto pude calle abajo, pero ella sabía que tendría que volver a casa tarde o temprano. Ya había anochecido cuando retorné al lugar del crimen. No tardé en averiguar que mis padres, a la sazón vecinos del 7º Derecha, ya habían sido informados por la damnificada, con todo lujo de detalles, de la última trastada de su hijo. Desde ese día nada es igual entre nosotros. La mirada nos delata cada vez que nos cruzamos en el portal. Pero hoy he notado que lo sabe… Sé que sospecha la verdad. Lo que me tranquiliza es que nunca podrá demostrar que he sido yo el que se ha meado delante de su puerta.
Texto: Miguel Ángel Díaz Fuentes
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