Querido Dorian,
A ti, que te debo tanto y a su vez tanto daño me has hecho.
A ti, que ahora mismo quizá daría mi mano, la misma con la que sujeto la pluma mojada en tinta, para tener como tú el poder de hacer pagar a mi retrato lo que he hecho en vida.
Sin embargo, decir que me arrepiento, sería mentir. No me arrepiento. Quizá habría hecho las cosas de otro modo, es cierto, habría sido más prudente, habría hecho menos ostentación de mis tendencias de saber el final que he tenido. No, no estoy muerto, ni tengo intención de hacerlo en breve, tengo solamente (¡solamente!) cuarenta y un años y creo ahora que me queda por vivir mucho más de lo que he vivido. Y todo es gracias, y por culpa, de ti, querido Dorian.
Y te preguntarás no únicamente por qué te escribo sino también por qué te llamo querido, cuando incluso mientras te escribía podías detectar en mi trazo cierta rabia hacia ti. Sí, eres el protagonista absoluto de mi única novela terminada, esto ya me lo echan en cara otros, no lo hagas tú también. Y si, por crearte a ti estoy ahora encerrado en esta celda mugrienta con apenas una ventana por la que entra, tímidamente, la luz del sol matinal. Gracias doy de tener pluma y papel y una tabla sobre la que escribir. Pues bien, te escribo ya que no tengo a nadie más a quien escribir ahora mismo, parece que todos me hayan abandonado. Rechazan reconocer nuestra amistad, incluso niegan haberte leído, Dorian. Pero están ahí, el viento frío del este me trae sus quejas y sus mentiras. Y te llamo querido porque fue por ti que conocí a Alfred.
Oh, Alfred.
Oh, Alfred. Es lo único que se me ocurre. Lord Alfred Douglas. Tan joven, tan listo, tan culto.
No puedo enviarle cartas a él, estimado Dorian, puesto que su padre, el Marqués de Queensberry, volvería a usarlas contra mí para hacer caer el peso de la ley y la justicia. ¡Qué palabras, qué términos más pomposos! Ley y justicia. Deberían escribirse en mayúsculas y en letras doradas, pero están manchadas de la maldita moral victoriana que nos rodea como la bruma y la niebla. Poner a alguien en la cárcel por amar, eso no es moral, eso no es justicia. ¿Quiénes son esos hombres con toga y peluca blanca, llenos de talco, para otorgarse el poder de decidir a quién podemos amar y a quién no? ¿Quiénes son los ricos hombres victorianos, llenos de títulos, para juzgar en qué dirección debe ir el corazón de un hombre? Ellos no son nadie, ni los unos ni los otros. Ni yo soy nadie, ahora.
Es curioso, apreciado Dorian, que cinco años después se siga hablando de ti por lo que representas y no por lo que eres. Hay ciertas similitudes entre nosotros. También en mi caso, es más importante lo que represento que lo que soy. A ojos de un mundo lleno de jueces con la moral vendada y vendida soy un homosexual, un depravado. ¿Quién se acuerda de Oscar el escritor? Oh, sí, el escritor pervertido. Mis trabajos en la universidad, todas mis publicaciones en revistas, mis comedias, mis cuentos, quedan sepultados bajo el peso de mis instintos y de mi corazón. Yo no elegí enamorarme de Alfred, como no decidí sentir a mis impulsos con más fuerza frente al torso desnudo de un hombre que ante el de una mujer. Y aun así, ¿qué más da si hubiera sido elección mía? ¡Tengo derecho a amar a quien mi alma y mi sangre decidan!
Cuidado, he dicho alma. Sí, porque tengo una y se remueve dentro de mí, nerviosa, injuriada, vilipendiada por aquellos que no tienen idea de cómo es. Claro, pero yo no tengo la opción, como tú, amigo Dorian, de hacer lo que me plazca, mientras un retrato mío paga las consecuencias. No, yo envejezco, yo me hago trizas por dentro igual que por fuera, yo soy quien muestra las cicatrices de cada corte, los moratones de cada golpe recibido. Ay.
El Marqués, cuando descubrió nuestro idilio, hizo lo imposible para limpiar su nombre y el de su familia, le dio igual humillar a su tercer hijo, a Alfred, le dio igual hundir a un hombre con mi talento y mis dotes, no significó nada gastar parte de su fortuna en abogados y sobornos para asegurarse que yo, Oscar Wilde, acababa aquí, en la cárcel, por ser quien soy, por ser como soy, por amar como amo.
A veces, bienquisto Dorian, imagino haber nacido en un futuro no muy lejano. Imagino a Inglaterra e Irlanda en el siglo entrante, donde no se juzgará a nadie por su condición sexual, donde el amor será libre de verdad. Quizá también tú, entonces, seas reconocido como lo importante qué eres. Que sepas que lo eres, Dorian. No solo por ser mi primera novela, no solo porqué ha habido críticos capaces de trascender el mensaje de tu vida y centrarse en lo importante que es tu obra, sino porque también representas un deseo oscuro escondido en todos los hombres y todas las mujeres. Da igual con quien se acuesten, es un tenebroso sueño: poder hacer lo que se quisiera sin consecuencias. El mal, incluso. ¡Pero es que yo no quiero hacer el mal! ¡Quiero vivir como mi naturaleza me impulsa a hacerlo, no quiero ser esclavo de lo supuestamente decoroso!
Respetado Dorian, podría haberme enamorado de cualquiera, ¿verdad? Pero lo hice de alguien con apellido importante. Pero es que me leía, se enamoró de ti, Dorian, y después de mí. Me gustaba tanto oírle recitar pasajes de tu obra, mi cabeza en su pecho joven, mis manos sobre sus muslos. Recuerdo como se puso aquella vez frente al espejo y recitó de memoria, como un actor fervoroso ante un público encandilado:
<< – ¡Qué triste resulta! Me haré viejo, horrible espantoso. Pero este cuadro siempre será joven. Nunca dejará atrás este día de junio… ¡Si fuese al revés! ¡Si yo me conservase siempre joven y el retrato envejeciera! Daría… ¡daría cualquier cosa por eso! ¡Daría el alma!>>
Ese momento en que tú pides tu deseo y el deseo se te cumple, preciado Dorian. ¿Y cuál es mi deseo? Mi deseo sería que Alfred viniera a verme y me dijera que sigue amándome, que le da igual todo, que… pero no lo hará. No lo ha hecho hasta ahora. Nunca vendrá. Y ni siquiera eso, ni esa desazón que me hunde en lágrimas cada anochecer, conseguirán que se tuerzan mis principios, porque son míos, y es lo único que tengo. ¡Olvida lo que te he dicho al principio, no quiero ser tú, quiero ser yo!
Esta carta nunca llegará a enviarse, querido Dorian, porque como la moral, eres una mentira y las mentiras viven siempre en la oscuridad.
Oscar Wilde, 18 de enero de 1897.
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