Jordi Sánchez, viejo conocido nuestro, vuelve
a ofrecernos una nueva exposición de su obra. La titula "El Símbol
retrobat, El Símbolo reencontrado".
La inaguración tendrá lugar el8 de Abril a las 20 horas. La presentación correrá a cargo del H.·.Luis Algorri, autor de la plancha que os ofrecemos.
La exposición durará del 8 de abril al 8 de mayo, en la Sala dels Trinitaris de Vilafranca del Penedès (Barcelona).
El buen Jordi y los símbolos
Por Luis Algorri, maestro masón
Conocí a Jordi Sànchez hace muy pocas semanas, en Barcelona, ante la puerta de un hotel. Pero somos amigos desde hace tres años y medio; amigos de verdad, amigos fraternales, y quien no entienda esto o recele de ello lo mejor es que se vuelva al auriñaciense en que vivíamos todos hasta hace más o menos década y media, cuando la tecnología cambió para siempre el modo en que las personas nos relacionamos. Quiero decir con esto que somos amigos en Facebook desde la víspera de Nochebuena de 2013. Y creo que ambos somos prueba de que ese trasto, al que muchos siguen considerando “el infierno tan temido”, funciona estupendamente y es de verdad útil para las relaciones humanas.
Cuando por fin nos dimos la mano y nos fuimos a comer, decidí no aguantarme más las ganas de preguntarle al buen Jordi algo que quería que él me explicase viéndole la cara: por qué no se había hecho nunca francmasón. Yo lo soy y no lo oculto, y esa circunstancia fue la que nos aproximó. El buen Jordi (repito el adjetivo; es que estoy convencido de que el de bueno es el que mejor le cuadra) se quedó callado, con cara de “y ahora qué le digo yo a este hombre”; se lo pensó un momento y al final me explicó que, en realidad… no lo sabía. Que no estaba seguro. Que quizá fue por falta de tiempo o por lo absorbido que le tenían, en diversos recodos del camino de su vida, otras ocupaciones.
Yo le entendí muy bien. En este país nuestro apenas estamos terminando de salir de la época en que para ser masón se necesitaba no sólo la voluntad de serlo, sino también la suerte de hallar el sendero que lleva hasta la puerta detrás de la cual trabajan los masones. Yo tardé muchos años en encontrar esa puerta, me da vergüenza decir cuántos; pero me aferré al picaporte y no lo solté hasta que me abrieron. El buen Jordi, o no halló la puerta o, en el momento en que la descubrió, la vida le empujaba en otra dirección. Y la vida tiene mucha fuerza algunas veces.
Pero nunca olvidó las señas. Esto fue lo primero que vi en su muro de Facebook: sus cuadros. Imágenes de una extraordinaria fuerza plástica que contenían, entero y verdadero, el complicado código simbólico que los masones conocemos bien, porque con esos símbolos está elaborado el método de trabajo con el que nos afanamos en ser no ya mejores personas, sino las mejores personas que seamos capaces de ser. En eso consiste nuestro trabajo.
Naturalmente, metí la pata. Viendo sus cuadros terrosos, oscuros y con una resplandeciente disciplina geométrica, di por sentado en dos segundos que aquel señor que me hablaba en imágenes con tanta claridad era uno de nosotros. Y empecé a tratarle como trato a todos los demás masones: usaba el argot propio de la fraternidad, la confianza que nos es propia y que inmediatamente nos convierte en hermanos de personas a las que no hemos visto nunca y que pueden vivir en la otra punta del mundo, las entrañables fórmulas habituales –también simbólicas– de afecto y hasta de cierta complicidad.
El buen Jordi, que por aquellos días acababa de inaugurar en Tarragona su exposición Simbología compartida, no me dijo nada, estoy convencido de que por timidez. Tardó en confesarme que no era masón; es decir, que no había pasado nunca por los ritos iniciáticos que todos los masones vamos conociendo en el transcurso de nuestro camino vital. Y yo me quedé –nunca mejor dicho– de piedra, o por mejor decir de piedra bruta, porque fue lo mismo que si me dijesen que Franz Liszt tocaba el piano de oído o que Beethoven había aprendido a componer música en una academia por correspondencia.
Era imposible. El pintor Jordi Sànchez Méndez, el ilustre ilustrador Jordi Sànchez Méndez, el admirado diseñador gráfico Jordi Sànchez Méndez, a veces neoexpresionista, a veces con un pie metido en la abstracción y otras en las lindes de la figuración, siempre colorista y vital, parecía haber encontrado, en lo artístico, el amor de su vida. En los cuadros que yo veía gracias a Facebook –y no podría haberlos visto de otro modo, adustos señores del auriñaciense– estaban no sólo los símbolos que yo conocía bien porque los usaba todos los días en mi Logia, sino las huellas evidentes, inequívocas, de un estudio extraordinariamente largo y profundo de ese código simbólico, de su origen y de su evolución, de la interacción de sus distintas unidades, de su compenetración y de su influencia mutua, de su descomposición en elementos que rara vez se ven separados porque para eso hay que saber mucho. Mucho. Y el buen Jordi no era masón. Y yo no entendía nada. Porque llevaba ya bastantes años estudiando ese lenguaje simbólico, lo cual lleva mucho tiempo y mucho esfuerzo, y de pronto aparecía un señor que en su vida ha estado en una Tenida masónica y me lo ponía todo delante de las narices, perfectamente resuelto y ordenado, como si fuese lo más natural del mundo.
Me acordé de aquella anécdota del ajedrecista cubano Raúl Capablanca, a quien nadie enseñó jamás a mover las piezas sobre el tablero, y que, cuando era niño, viendo jugar a su padre con un amigo, dijo: “Esa es una mala jugada. Te va a dar mate en menos de tres minutos”. Su padre se enfadó: “¿Y a ti quién te ha enseñado a jugar, mocoso?” Y él dijo: “No, nadie. He aprendido yo solo, mirando”. Pues esto es muy parecido.
Tuve el inmenso privilegio de asistir, casi en tiempo real, a la elaboración de varios cuadros del buen Jordi. Vi la foto del primero: un espacio gris que parecía apoyarse en un triángulo rectángulo y al que partía en dos una franja blanca que se degradaba: la parte más clara hacia el Este, la más oscura hacia el Oeste. Y una frase en negro: “Tres la gobiernan”. El siguiente cuadro, del que el buen Jordi me envió la foto en cuanto lo acabó, contenía una pirámide con la cúspide iluminada y la frase: “Cinco la sostienen”. Y en el tercero, en el que tardó algo más, estaba escrito: “Siete la perfeccionan”. Si alguno de ustedes, por feliz casualidad, perteneciese a la Francmasonería, sabrá que eso no se dice así. Esas frases, que se usan desde hace muchos siglos, se formulan de una manera parecida pero no exactamente de esa. Y dirían: “Claro, como el pintor no es masón, pues no lo sabe el pobrecito”. Pues no es verdad. Sí que lo sabe. Sabe eso y ciento veinte veces más, porque ha dedicado años a estudiarlo. Y fruto de ese largo estudio es la conciencia de que la verdadera y exacta formulación de esas frases debe quedar en la penumbra en que trabajan aquellos que se dedican a ese estudio, porque un exceso de claridad o de exactitud las haría más difíciles de entender; tienen una causa y producen unos efectos, tanto intelectuales como emocionales, y sacarlas de su relato y ponerlas en un cuadro sería algo parecido a enseñar sólo la sonrisa de la boca de La Gioconda ocultando todo lo demás: le faltaría el necesario contexto. No se entendería bien, no se entendería como realmente es.
Me gustaría saber expresar mi asombro ante la impresionante delicadeza de un artista que llegó él solo a esa conclusión: que no debía revelar la exacta forma de un elemento que ni siquiera era suyo gracias a la Iniciación masónica, pero al que respetaba lo bastante como para tratarlo exactamente igual a como lo trataría un masón iniciado.
Miren ustedes estos cuadros: no encontrarán en ellos los símbolos que identifican públicamente a los masones, los que todo el mundo conoce. No verán escuadras y compases, por ejemplo. Verán lo que está antes y después; verán, esencializadas en formas geométricas, los elementos que llevan hacia la escuadra y el compás y los elementos que la reflexión humana encuentra y concluye a partir de ellos. Verán el viaje a lo esencial; es decir, la materia geométrica y elemental con que están elaborados o sintetizados esos símbolos.
Tengo el orgullo de decirles a ustedes que el buen Jordi me regaló un cuadro el día en que nos conocimos, hace pocas semanas. Y mi orgullo es mayor al confesar que no lo tengo en casa. Se lo regalé a mi Logia. Está colgado en la estancia en que los masones nos reunimos para comer, charlar y reflexionar después de las Tenidas. Admito que me habría gustado disfrutar de él todos los días en vez de un par de veces cada dos semanas, pero un masón no hace eso. Un masón sabe que su alegría es mucho mayor al ver cómo contemplan ese cuadro sus hermanos: las caras que ponen, los ojos que abren, las cosas que preguntan y los trabajos que empiezan a escribir sobre él, porque hacen suyo el desafío de esas cuatro formas geométricas que parecen observar un sol que comienza a despuntar y se ponen a investigar y a reflexionar sobre ello.
Yo no sé si el buen Jordi tomará alguna vez la decisión de pedir su admisión en una Logia. La verdad es que tampoco sé en qué grado habría que ponerle desde el primer día, con todo lo que sabe… Pero creo que eso no es indispensable. El mundo está lleno de personas admirables que son masones, pero también está lleno de personas admirables que no lo son. Lonsotros los llamamos “masones sin mandil”. El buen Jordi Sànchez es uno de esos masones sin mandil. Uno de los mejores que conozco. Y yo no le voy a querer más de cuanto ya le quiero, ni le voy a respetar más, ni me voy a quedar más horas embobado viendo sus cuadros y aprendiendo de ellos (tanto en lo estético como en lo simbólico), porque pueda tenerlo en Logia dos veces al mes. Yo no necesito que el buen Jordi pase por el rito de la Iniciación para sentirle, para llamarle mi hermano. Porque eso es lo que es. Y estoy muy orgulloso de ello.