Irina avanzaba por las calles ya oscuras con tranquilidad, sin ningún rastro del violento encontronazo que acababa de tener. Cuando se cruzaba con alguien se cambiaba de acera fingiendo un miedo que no sentía en absoluto. A pesar de su cuerpo menudo, ella sabía defenderse sola.
Siguiendo las indicaciones que le había dado el semi inconsciente Brais, había llegado por fin a su alojamiento. Era una vieja casa de piedra de tres plantas. Al entrar por la puerta se encontró en un comedor con todavía algunos parroquianos. Los ignoró y se dirigió a las escaleras del fondo sin decir nada a nadie, como si ella misma se alojara allí. Una vez en ellas subió hasta el primer piso y se plantó ante la segunda puerta por la izquierda, la habitación de Brais. Tomó aire frente a ella y llamó a la puerta.
– ¿Quién es? – Preguntó una voz juvenil desde dentro.
– Soy Irina, una amiga de Brais. Abre la puerta, tenemos prisa, me ha dicho que venga a buscarte para llevarte con él.
Milos abrió con cuidado la puerta, pero al ver a Irina se tranquilizó y la dejó pasar.
– ¿Vais a fabricar su idea? – Preguntó Milos.
– Vamos chaval, no hay tiempo para hablar. Recoge sus cosas. Sus papeles, su ordenador. Cógelo todo.
Mientras Milos se ponía a recoger Irina se desplazó hasta la puerta, sin poder evitar acariciar con la punta de los dedos la culata de la pistola que llevaba oculta bajo la chaqueta. Unos minutos más tarde Milos estaba listo. Irina cargó con una de las bolsas y Milos cogió la otra mientras bajaban precipitadamente las escaleras. Salieron a la calle sin problemas y empezaron a caminar precipitadamente hacia las puertas. Milos intentó entablar conversación en un par de ocasiones, pero Irina le cortó con severidad, así que caminaban en silencio, con sus pasos resonando sobre el pavimento empedrado.
Cuando llegaron a las puertas se encontraron con lo que Irina más temía.
– Las puertas están cerradas – Dijo Milos recalcando lo obvio.
Irina no se molestó en contestarle, estaba analizando la situación. Los hombres que la guardaban estaban muy bien armados, con lo que cruzar a la fuerza sería un suicidio. Por desgracia también eran muchos, así que un soborno le saldría demasiado caro, y no llevaba suficiente dinero encima. Viendo esa salida imposible, agarró a Milos por un hombro para que diera la vuelta y caminaron tranquilamente hasta cruzar una esquina, para no llamar la atención. Una vez allí, Irina le preguntó a Milos:
– ¿Hay alguna otra forma de salir?
– No que yo sepa, cuando cae la noche esto se cierra a cal y canto. Pero no hay prisa, volvamos a la posada y ya saldremos mañana por la mañana.
– Milos, tenemos mucha prisa, el barco de Brais zarpa esta noche.
Tras la mentira de Irina, Milos se puso blanco, estaba claro que no quería perder de vista a Brais. Irina seguía pensando. Tenían que salir, hacerlo por la fuerza no era una opción, y no había más puertas que ella supiera. La única alternativa era un soborno y si no tenía dinero para sobornar, tendría que conseguirlo.
– Milos escúchame, tengo un amigo que me dejará dinero para sobornar a esos guardias y que nos dejen pasar – Milos asintió sin decir nada – Necesito que tú te quedes aquí con las cosas de Brais y me esperes, yo volveré en un momento.
Milos volvió a asentir y parecía bastante obediente, así que Irina lo dejó atrás y comenzó a caminar en sentido contrario a las puertas. Cuando estuvo a suficiente distancia sacó su revolver y comprobó que estaba cargado. Era una vieja pistola a pólvora. Metía mucho ruido y no tenía mucho alcance, pero era pequeña y mortífera, por eso la llevaba Irina. Lo que se proponía era atracar una taberna, ya que eran los únicos establecimientos que aún permanecían abiertos a esa hora. Por el camino había visto un par de ellas, pero necesitaba una que no estuviera muy llena.
Mientras caminaba le asaltó un fuerte olor a cerveza. Casi se le pasa por alto una taberna. Sus únicas marcas distintivas eran un cartel pintado sobre la puerta. La abrió una rendija, lo justo para ver el interior. Aún había un par de mesas ocupadas, pero los hombres que estaban sentados a ellas estaban tan borrachos que no supondrían ningún problema. Se arriesgó a abrir la puerta un poco más y vio la barra, regentada por un hombre grande, entrado en carnes y ya algo mayor. Eso no le gustaba tanto, pero tenía prisa. Se soltó la coleta para que su pelo rubio cayera en cascada sobre sus hombros y se desabrochó un par de botones de su camisa. Tomo aire un par de veces y cruzó la puerta con una sonrisa. Al pasar, las ebrias conversaciones se detuvieron y una docena de ojos giraron para seguir su trayectoria. Ella como siempre en estos casos, hizo caso omiso y se acodó en la barra. Enseguida tuvo al tabernero frente a ella limpiándose las manos en su delantal.
– ¿Qué desea la señorita? – Preguntó mientras sus ojos se desviaban al escote de Irina. Ella se inclinó un poco más para delicia del viejo tabernero y con una caída de ojos y un gesto de la mano le indicó coqueta al tabernero que se acercara un poco más. Este, solícito se acercó, momento que aprovechó Irina.
En el tiempo que se tarda en decir “Esta chica no es lo que parece” Irina sacó el revolver de su funda y golpeó con su culata la sien del tabernero para, acto seguido girar sobre si misma para apuntar al resto de clientes gritando:
– Muchachos, todos tranquilitos.
Estos casi se caen de las sillas intentando apartarse de la trayectoria del revolver. No parecían una tropa muy valiente, así que Irina dejó de preocuparse por ellos y volvió su atención al tabernero, que ya se estaba recuperando de golpe.
– Quiero todo el dinero en una bolsa – Le gritó plantándole el frío cañón de su arma entre ambos ojos.
El tabernero casi se tropieza con sus propios pies mientras vaciaba la caja de tintineantes monedas en una bolsa de tela. Todo marchaba bien. Mientras el tabernero llenaba la bolsa, Irina dividía su atención entre este y los borrachos del fondo. Estos todavía estaban demasiado sorprendidos como para emprender ninguna acción. Unos segundos más tarde el tabernero tiraba la bolsa del dinero ruidosamente sobre la barra. Irina la recogió sin poder evitar escuchar los insultos que el hombre murmuraba entre dientes. La agarró con la mano izquierda sin dejar de apuntar a todo el mundo con el revolver que aún conservaba en su mano derecha. De esta guisa comenzó a caminar de espaldas hacia la puerta. Ya estaba a punto de alcanzarla y terminar con esa situación cuando percibió un movimiento del tabernero. Estaba cogiendo algo de debajo de la barra. Irina rezó porque no fuera un arma, deseaba con todas sus fuerzas que lo único que pretendiera fuera tirarle un vaso, o que simplemente se estuviera secando las sudadas manos en el mandil. Por supuesto, no hubo suerte, sin tiempo a articular ninguna advertencia, Irina vio como el hombre sacaba una voluminosa escopeta de dardos. Si la disparaba Irina acabaría convertida en una papilla sanguinolenta pegada en la pared, así que antes de que el tabernero pudiera apuntarla Irina disparó, viendo como los sesos del hombre saltaban y quedaban esparcidos en la pared. Esto modificaba sus planes.
Silvestre Santé