Desde antes de aquella declaración de estado de alarma, que nos llevó a meternos en nuestras madrigueras para escapar del enemigo invisible y cuyo nombre no quiero recordar, no había vuelto al gran parque temático del mueble y decoración que es el supermercado del «tú te lo montas solo en casa». Hay que reconocer que estos suecos son admirables, con unas simples instrucciones te conviertes en maestro de bricolaje. Hasta este mismo que les habla, cuyas habilidades en ese mundo nunca han sido dignas de destacar, ha sido capaz de ensamblar una mesilla de noche (que todavía sigue en pie), montar una lámpara con luces LED y que no se hayan fundido los fusibles.
En mi regreso al paisaje amarillo de esa tienda no puedo ocultar cierto nerviosismo. La imagen de normalidad, sin mascarillas ni geles desinfectantes, vuelve cuando subo aquella escalera y comienzo a seguir la flecha que me indica el camino. En mis primeros pasos no quiero apartarme del recorrido que tan hábilmente han colocado en el suelo. Cada símbolo direccional se encuentra ubicado de manera estratégica, me insinúa que desviarme de él puede significar mi perdición. Estos suecos saben lo que hacen y, por una vez, no se han hecho los suecos.
En el recorrido me siento en un sofá, después en un sillón relax. En este lugar no existen carteles que te prohiban tocar, todo lo contrario, siéntase usted como en su hogar parece ser el lema de esta república independiente de su casa. Sigo caminando e imagino cómo un piso de treinta metros cuadrados puede convertirse en un lecho de amor, y todo por unos pocos euros, porque la máquina registradora ya se encargará de darme el susto cuando pase por caja. Pero antes de acabar el sinuoso recorrido, me tumbo sobre una cama y allí observo el cielo poco atractivo de la nave en la que me encuentro. En eso creo que los suecos deben mejorar.
Desciendo las escaleras, me espera el ordenado almacén. Las calles numeradas, las estanterías señaladas, los objetos colocados en su correspondiente lugar. El autoservicio está más que servido. Los uniformes amarillos no paran de ir de un lado a otro. «Para cualquier cosa que necesite, no dude en consultarme» me dice una chica pelirroja con coletas y su cara salpicada de pecas. No, no es la famosa Pipi Lansgtrump. Esa chica tan amable no tiene parecido a la niña repelente, cuyo apellido me recuerda a un expresidente norteamericano que nunca tuvo que llegar al poder. No, la chica de la tienda nada tiene que ver con la niña del cuento sueco que iba montada en un caballo, simulando una valquiria. La joven del uniforme es una estudiante, una chica de veinte años que trabaja unas horas para sacarse un sueldo y pagarse los estudios, porque la beca que ha pedido no sabe si llegará y, si llega, lo hará cuando el curso esté a punto de terminar.
Salgo del complejo comercial. No me he perdido, las flechas me siguen indicando el camino. Pero confieso que he tomado algunos atajos, que en mi desvío del itinerario establecido me he saltado alguna parte del recorrido. Tal vez los suecos se hayan hecho los suecos y hayan perdido parte de su propio camino, porque su ejemplo de democracia tiene ahora a la ultraderecha en el poder. Pongamos nuestras barbas en remojo, porque no sabemos si primero fueron los suecos los que se hicieron los suecos, ya que en las elecciones italianas se aventura que algunas flechas parecen haber tomado destino equivocado.
Dicen algunas lenguas que Pipi y Marco, aquel insoportable niño que buscaba a su pobre mamá, se han encontrado en el Tinder.