Revista Educación

Pirómanos del bienestar

Por Siempreenmedio @Siempreblog

Pirómanos del bienestar

Mi hermano pequeño me enseñó a encender fósforos cuando yo tenía apenas cinco años y él cuatro. Eran otros tiempos, vivíamos en el campo y entonces los niños de esas edades podían salir a la calle con total tranquilidad, sin tener que preocuparse del tráfico ni de las tácticas de captación de adeptos de los Latin Kings. Así que una tarde nos hicimos cada uno con una caja de cerillas, atravesamos la puerta de la casa, abandonamos el jardín y avanzamos Camino del Rayo arriba hasta una finca cercana. “Es así, ¿ves? Agarras el fósforo y raspas fuerte la caja”, me iba explicando durante el paseo.

Hacer fuego por primera vez se estaba haciendo complicadísimo. La mayoría de los fósforos no encendía, así que íbamos lanzando hacia atrás los apagados o partidos y sacábamos uno nuevo de la caja para repetir la operación. Una y otra vez, caminando a través de un campo de trigo en pleno mes de agosto. Mi hermano siempre ha sido más espabilado que yo en casi todas las facetas de la vida, pero en esa ocasión ninguno de los dos estuvo muy fino.

Lo siguiente que me viene a la mente es que nos giramos y comprobamos que el campo estaba ardiendo detrás de nosotros. Lo recuerdo como un incendio de una magnitud terrorífica, pero lo más probable es que, debido a mi menor tamaño en esa época, el foco inicial fuera de apenas un metro de diámetro. Asustados, bordeamos la zona corriendo y salimos otra vez al camino. No soplaba el viento y pocos minutos después la cosa ya había pasado a mayores.

Esta historia comenzó a rondarme la cabeza de nuevo esta mañana. Por los incendios que cada verano azotan nuestras islas, por los inconscientes que los causan lanzando una colilla por la ventanilla del coche y por aquellos que, arrastrados por el despecho o la ambición, riegan el monte con queroseno. Pero también por otros impresentables: los políticos que durante décadas han estado aprendiendo a prender cerillas en un país empapado en gasolina y que ahora, en plena agonía capitalista, se ven incapaces de acabar con el incendio.

Mi hermano y yo nos enfrentamos al fuego cogiendo lo primero que encontramos, un bote de Nesquik de 400 gramos, para llenarlo de agua en un grifo cercano. Hoy, treinta años después, los ciudadanos contemplamos cómo se quema todo a nuestro alrededor, hipnotizados por los juegos de nuestros gobernantes y preguntándonos eternamente, sin hacer nada, qué podemos hacer nosotros para salir de esta. Encomendados a líderes que han decidido dejar que nuestro bienestar sea pasto de las llamas, pronto nos descubriremos rebuscando nuestros derechos entre la ceniza.


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