Tarde de verano, tras la llamada a la puerta de las vacaciones y toca ir a la piscina, a la municipal, claro. Y no me gusta porque allí están el alumno del fondo, a la derecha, la madre que aún se empeña en hacer tutorías a pie de cloro y ola desinfectada y un sol justiciero que bombardea todas y cada una de las sombras en las que me cobijo.
Se le arrugan las yemas de los dedos a Niña Pequeña y promete, sí, absorber todo el agua para refrescarse antes de los tres pitidos y el cierre oficial por hoy de la piscina. Por si acaso, quizá porque le gusta estar sola a ratos, se acerca a la niña, a esa otra que ha venido con su madre y su hermano pequeño; tiene un nombre exótico que acompaña a su porte de hija del Nilo y unos rizos que amenazan con enredarse con el fondo de la piscina. Se buscan las dos con la mirada, pero la apartan a la vez cuando están cerca, no sea que se note que quieren jugar juntas, pero no revueltas; Niña Pequeña se sumerge encantadora y su biquini blanco resalta en el fondo azul y la otra espera, paciente, para imitar sus movimientos dentro de su bañador negro.
Vigilo esta sombra que se va moviendo, y con ella yo, toalla, revista, libro, gafas de sol; saludo a Niña Pequeña desde la seca orilla y la animo a jugar, porque adivino que el cansancio le hará mella al final de la tarde y todo irá rodado para enroscarse en las sábanas naranjas de su cama al venir la noche.