Revista Espiritualidad

Pitágoras y el zen

Por Ane
        
Pitágoras y el zenOriginalmente, los pitagóricos no estaban tan interesados en las doctrinas establecidas (en su tiempo) como en otra cosa: algo que no solo toleraba la creatividad y la originalidad sino que las fomentaba, las alimentaba y guiaba a la gente hasta sus orígenes. Por este motivo, la tradición pitagórica ha conseguido ser tan esquiva. Por eso era también tan abierta y se mezclaba con otras tradiciones, desafiando nuestras ideas modernas de ortodoxia o autodefinición.
Ahí tenemos la prueba que demuestra en qué medida los círculos pitagóricos valoraban la libertad individual y creativa. (...)
Convertirse en pitagórico no era una cosa baladí: no consistía en llegar, aprender y marcharse. El proceso afectaba aspectos del ser humano tan alejados de la experiencia ordinaria que sólo pueden describirse en términos abstractos, aunque, en realidad, no tuvieran nada de abstractos.
Puede decirse que trataba de lo que más tememos. De enfrentarse al silencio, de no tener otra opción que renunciar a las opiniones y teorías a las que nos aferramos, de no encontrar siquiera nada que las sustituyera durante años enteros.
Daba la vuelta a la vida de cualquier individuo, la ponía del revés. Y, durante este proceso, el vínculo entre maestro y discípulo era esencial. Por este motivo, se consideraba como la relación entre un padre y su hijo adoptivo. Tu maestro se convertía en tu padre, igual que en la iniciación a los misterios. Convertirse en pitagórico equivalía a ser adoptado, introducido en una gran familia.
El trasfondo del tipo de adopción de los pitagóricos era muy sencillo. En esencia, consistía en un proceso de renacimiento, de volver a ser un niño, un kourós. Y esta situación implicaba algo más de lo que parece a primera vista.
Los hechos de la herencia biológica no se borraban ni eliminaban. Seguían vigentes y tenían una validez obvia. Pero, además, se creaba algo nuevo.
La adopción no era sólo parte de un misterio. Era también un misterio en sí misma. Suponía la iniciación en una familia que existe en un nivel distinto al que estamos acostumbrados. Exteriormente, seguían vigentes todos los vínculos con el pasado. Y, sin embargo, interiormente se tenía conciencia de pertenecer a otro lugar en mayor medida de lo que es posible pertenecer a un lugar en este mundo, de ser apreciado de manera más íntima de lo que es posible que lo sea cualquier humano.
En cuanto a las personas que desempeñaban el papel de maestro e iniciador, podían parecer bastante humanas, pero el papel que desempeñaban iba mucho más allá del de un progenitor humano (...). En sus manos, uno moría para todo lo que era, para todo aquello a lo que se había aferrado como si fuera toda su existencia. Por este motivo algunas veces se los denominaba -cuando eran hombres- "padres verdaderos" y el énfasis se ponía en la palabra "verdadero". Desde el punto de vista de los misterios, la vida ordinaria que conocemos sólo es un primer paso, un preliminar para otra cosa completamente distinta (tal vez igual pero no idéntica?).
Entre los primeros pitagóricos, la importanca que se concedía a este proceso de interacción entre el "progenitor" y el "hijo", de transmisión entre uno y otro, era fundamental. Conducía a tremendas exigencias éticas. Y estas exigencias no siempre eran obligaciones formales: muchas veces tenían que intuirse. Incluso las leyendas pitagóricas reflejan todavía la necesidad que a veces se podía sentir de estar físicamente presente en el lecho de muerte del maestro.
Pero, más allá de los detalles, hay un hecho central: el maestro es un punto de acceso a algo que está más allá de él mismo. Y tras un maestro, hay todo un linaje de maestros, uno tras otro. La enseñanza se transmitía de generación en generación, paso a paso, con frecuencia en secreto y algunas veces en circunstancias de inmensa dificultad.
El resultado era absolutamente paradójico. El discípulo ponía su vida, e incluso su muerte, en manos de su maestro. Y, sin embargo, se entregaba a nada. Se convertía en parte de un vasto sistema, pero a través de ese sistema encontraba una creatividad extraordinaria. Se convertía en miembro de una familia indescriptiblemente íntima y totalmente impersonal.
Cada maestro parecía tener un rostro, pero, en realidad, no lo tenía: era sólo un eslabón en una cadena de tradición que se remontaba hasta Pitágoras. Y el mismo Pitágoras carecía de nombre. Los pitagóricos evitaban mencionarlo porque su identidad era un misterio, de la misma manera que con frecuencia evitaban dirigirse unos a otros por su nombre o pronunciar el de los dioses. En lo que a ellos respectaba, Pitágoras no era sólo el hombre que había parecido ser.
("En los oscuros lugares del saber" Peter Kinksley, historiador)

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