Uno de los mayores placeres del hombre deseante es tumbarse en cualquier prado y dejar que corran las imágenes, a veces impresionadas, otras recreadas. Rousseau lo refería como el puro sentimiento de existir «despojado de cualquier otro afecto», alejado de «todas las impresiones sensuales y terrenas que sin cesar vienen a distraernos y a turbar aquí abajo». Pueden pasar horas, incluso días -para los más devotos-, que el tiempo deja de correr y las obligaciones de dictar. Ahí, al abrigo de la intemperie, no se encuentra motivo para hacer nada, salvo dedicarse a sí mismo, al puro y simple existir, despojado de esa funesta manía con la que el hombre contemporáneo se relaciona con el mundo y los otros, y que pasa por tener que habérselas con las cosas para analizarlas, juzgarlas o consumirlas.
"Estamos, asegura Sloterdijk, ante el Big Bang de la moderna poética subjetivista de la libertad: el sujeto del quinto paseo no quiere yugos ni roces con la realidad de los hombres y las cosas, no busca ni conocimiento ni reconocimiento, ni el cumplimiento de ninguna obligación ni el de ninguna empresa o proyecto de la actividad no ensoñativa. Esa es su política y esa su empresa: dedicarse a sí mismo, a su puro existir, «soñar a mi antojo», «unir imágenes encantadoras» que «vivifican» una «ensoñación abstracta» como asiento de solidez, despreocuparse, bastarse como Dios. El hombre libre, pues, como «el hombre más inútil del mundo» (Sloterdijk) que además encuentra su inutilidad y despreocupación perfectamente bellas y justas.” (J. Á. González Sainz, La vida pequeña)