En Palestina se dan escalofriantes imágenes de mujeres enlutadas que lloran a sus familiares muertos en lucha contra Israel. El patetismo de estas plañideras, los gritos, los golpes en el pecho y los abrazos al cadáver son sobrecogedores.
Pero ya hay una palestina kamikaze en Jerusalem. No quedó con los niños, mientras los hombres salían a la muerte. Esta vez, ellos permanecían en casa, entre dulces y tazas de té y café.
Hasta ahora, y tras los entierros, las mujeres enjugaban sus lágrimas, endurecían el gesto bajo el velo y transmitían a los niños la ley ancestral: Venganza, la sangre se lava con sangre del enemigo.
Les entregaban la metralleta del último sacrificado, y les ayudaban a disparar al aire. El retroceso seco del arma era la iniciación del guerrero, que ya podía matar y morir en un suicidio ritual. El chico miraba a las mujeres con la autoridad del macho que va a morir.
Así, las plañideras formaban a otro mártir. Volvían a gritar por él y aparecían nuevamente en otras acongojantes escenas.
Pero ya no. Israel se enfrenta, posiblemente, a una leva inesperada de kamikazes: las mujeres, que hasta ahora eran solo plañideras que formaban mártires. A veces, uniformadas solo para desfilar y, después, descanso del guerrero.
Al decidir su destino para morir deberían alcanzar también las libertades de los hombres para vivir y amar, que, aunque traten de negarlo, les están casi siempre vedadas.