“Siendo objeto de general censura el régimen político a la sazón imperante, se produjo una revolución; al frente de este movimiento revolucionario se instauraron como caudillos cincuenta y un hombres, diez en el Pireo y once en la capital, al cargo de los cuales estaba la administración pública en lo referente al ágora y a los asuntos municipales, mientras que treinta se instauraron con plenos poderes al frente del gobierno en general. Se daba la circunstancia de que algunos de éstos eran allegados y conocidos míos. y en consecuencia requirieron al punto mi colaboración, por entender que se trataba de actividades que me interesaban. La reacción mía no es de extrañar, dada mi juventud; yo pensé que ellos iban a gobernar la ciudad sacándola de un régimen de vida injusto y llevándola a un orden mejor, de suerte que les dediqué mi más apasionada atención a ver lo que conseguían.Y vi que en poco tiempo, hicieron parecer bueno como una edad de oro el anterior régimen. Entre otras tropelías que cometieron, estuvo la de enviar a mi amigo, el anciano Sócrates, de quien yo no tendría reparo en afirmar que fue el más justo de los hombres de su tiempo, a que. en unión de otras personas, prendiera a un ciudadano para conducirle por la fuerza a ser ejecutado: orden dada con el fin de que Sócrates quedara, de grado o por fuerza, complicado en sus crímenes; por cierto que él no obedeció. y se arriesgó a sufrir toda clase de castigos antes que hacerse cómplice de sus iniquidades. Viendo, digo. todas estas cosas y otras semejantes de la mayor gravedad, lleno de indignación me inhibí de las torpezas de aquel periodo, No mucho tiempo después cayó la Urania de los Treinta y todo el sistema político imperante. De nuevo, aunque ya menos impetuosamente, me arrastró el deseo de ocuparme de los asuntos públicos de la ciudad. Ocurrían desde luego también bajo aquel gobierno, por tratarse de un periodo turbulento, muchas cosas que podrían ser objeto de desaprobación; y nada tiene de extraño que, en medio de una revolución, ciertas gentes tomaran venganzas excesivas de algunos adversarios. No obstante los entonces repatriados observaron una considerable moderación. Pero dio también la casualidad de que algunos de los que estaban en el poder llevaron a los tribunales a mi amigo Sócrates, a quien acabo de referirme, bajo la acusación más inicua y que menos le cuadraba: en efecto, unes acusaron de impiedad y otros condenaron y ejecutaron al hombre que un dia no consintió en ser cómplice del ilícito arresto de un partidario de los entonces proscritos, en ocasión en que ellos padecían las adversidades del destierro. Al observar yo cosas como éstas y a los hombres que ejercían los poderes públicos, así como las leyes y las costumbres, cuanto con mayor atención lo examinaba, al mismo tiempo que mí edad iba adquiriendo madurez, tanto más difícil consideraba administrar los asuntos públicos con rectitud; no me parecía, en efecto, que fuera posible hacerlo sin contar con amigos y colaboradores dignos de confianza; encontrar quienes lo fueran no era fácil, pues ya la ciudad no se regia por las costumbres y prácticas de nuestros antepasados. y adquirir otros nuevos con alguna facilidad era imposible; por otra parte, tanto la letra como el espíritu de las leyes se iba corrompiendo y el número de ellas crecía con extraordinaria rapidez.
De esta suerte yo. que al principio estaba lleno de entusiasmo por dedicarme a la política, al volver mi atención a la vida pública y verla arrastrada en todas direcciones por toda clase de corrientes, terminé por yerme atacado de vértigo, y si bien no prescindí de reflexionar sobre la manera de poder introducir una mejora en ella, y en consecuencia en la totalidad del sistema político. sí dejé, sin embargo, de esperar sucesivas oportunidades de intervenir activamente; y terminé por adquirir el convencimiento con respecto a todos los Estados actuales de que están, sin excepción. mal gobernados; en efecto. lo referente a su legislación no tiene remedio sin una extraordinaria reforma, acompañada además de suerte para implantarla. Y me vi obligado a reconocer, en honor a la verdadera filosofía, que de ella depende el obtener una visión perfecta y total de lo que es justo tanto en el terreno político como en el privado, y que no cesará en sus males el género humano hasta que los que son recta y verdaderamente filósofos ocupen los cargos públicos. o bien los que ejercen el poder en los Estados lleguen, por especial favor divino, a ser filósofos en el auténtico sentido de la palabra”.PLAT0N: Carta VII 324 c-326 a