El otro día vi Platoon.
La verdad es que no fue, «el otro día», ya que escribo esto a continuación, y tras visionar los créditos sobre fondo negro de la película, todavía con las aspas del helicóptero danzando embobadas, elípticas, al son del adagio de Samuel Barber.
Contraste. Esa catártica situación que nos proporciona el contraste. Allá afuera, un sigiloso zorro rebusca carroña entre las bolsas de basura de un contenedor cercano , y únicamente es la presencia de la fina lluvia inglesa danzando sobre el barandado, la que permite que se genere el tiempo y el espacio. Allá lejos, y de forma muy diferente, los zorros visten ropa y son mucho más agresivos que los encantadores anaranjados, y no es lluvia la que dibuja el contorno de mi presencia, sino la metralla y el olor del plomo.
Oliver Stone nos traslada al Vietnam y a su cinematográfica guerra, pero bien podría extrapolarse a cualquier otro conflicto bélico (¡que los hay de sobra!, por desgracia), léase la Prímera y Segunda guerras mundiales, Irak, Afganistán, el Golfo, la Guerra de la Independencia, la Civil Española, Cuba, tantas y tantas guerrilas y escaramuzas en territorio Sudamericano, o cualquiera de las incontables atrocidades cometidas en cualquier momento (incluso ahora mismo, mientras taquigrafío caracteres) a lo largo del vasto continente Africano. Tenemos para elegir, desafortunadamente.
Porque normalmente, ¿qué es la guerra?, la guerra no es sino un grupo de desconocidos forzados a protegerse las espaldas entre ellos que se ven obligados a luchar contra el reflejo de ellos mismos, sus némesis. Gente igual de desconocida a su vez, desdichados y alineados de la misma manera, sumisos todos ellos a la perorata charlatana emitida por un grupo reducido de galones recostados tras un escritorio. Y dinero, claro, mucho dinero, y también petróleo, ¿y siglos atrás?, tierras y reinados. La misma mierda cagada por distintos opresores poderosos, acorazados ellos demasiadas veces por coloridos y omnipotentes habitantes de los cielos.
Pero no es sólo una película que relata la tristeza de un pueblo, más o menos grande, que lucha contra otro pueblo de tez y habla diferentes, es también la guerra contra uno mismo, contra la inseguridad, la reacción animal contra el miedo, la indefensión, la superioridad que nos atribuímos frente a los demás. El personaje de Charlie Seen bien nos narrará tales sensaciones desde las alturas (temeroso, rendido al pánico, observará ese campo de batalla que más parece una inmensa diana ensartada por ébrios dardos en forma de cadáver humano, que un terreno bombardeado), y lo veremos no pudiendo hacer otra cosa que rendirse a su propia humanidad destrozada, la que ahora mismo le atormenta y le produce desdicha, no queriendo entonces su alma sino claudicar a la extenuación que le envuelve, y lo veremos llorar como si quisiera transfigurar cada lágrima en un perdón intercambiable por cada vida arrebatada.
¿Para qué secarme el llanto?, si el único pañuelo que tengo es la manga de mi guerrera, y ésta está impregnada por sangre, sudor y por ágrimas propias y ajenas.
Otro regalo cinematográfico que debe ser visto, no sólo por su innata calidad cinematográfica, sino también por la lección de deshumanización a la que toda alma puede llegar y que el filme bien nos retrata.