Amplia, serena, silenciosa
Los pescadores se habían ido y llegado cuando pisamos la orilla. Eran diez minutos antes de las nueve de la mañana y las lanchas estaban alineadas bajo la sombra de algunas palmeras. No hay olas en playa Zaragoza y por eso su paisaje se adivina sereno desde cualquier parte que se mire.
Habíamos caminado con brevedad entre casas coloniales de colores y árboles bajos. La arena se pegaba en los pies y la brisa hacía lo propio mientras aparecían los toldos y las sillas vacías porque aún no había llegado nadie más. Solo nosotros, y una familia de tres que se acercaba con lentitud. La playa, rodeada de montañas y con ese nombre tan sonoro: Zaragoza -que parece un baile- se abría amplia, verde y azul oscuro. Era ella sola toda una inmensidad en algún punto de la isla de Margarita.
“El Muchacho”, el peñero que se zarandea lento en la orilla, apunta hacia otras dos embarcaciones ancladas en el medio del horizonte. Son botes pesqueros, con los años pegados a su pintura y así como están parecen un cuadro bien pintado. Lo veo con atención mientras una señora de canas brillantes entra con lentitud al mar y se ríe. El agua está fría y le da más frío zambullirse; por eso prefiere que llueva porque se pone tibia. Me río con ella y de su risa nerviosa y sigo caminando por la orilla.
“¿Cuántas piña coladas quieren? Me las compran a mí, mira que hay otros muchachos por ahí que ofrecen, pero yo soy el del puestico de allá”. Le respondo que apenas son las nueve de la mañana y no quiero alcohol tan temprano, pero le prometo recordar que va vestido de amarillo y él también promete volver, algo que hizo varias veces durante el día cuando ya teníamos suficiente sol en el cuerpo, para mezclarlo con ese sabor tan caribeño que solo puede tener una piña colada bien hecha frente al mar.
El agua, fría al principio, se convierte en bálsamo en cuestión de minutos. El mar es abstracción, es el sonido de la respiración al sumergirse, es la sal como alivio. Para mí es todo silencio y por eso no supe en qué momento la niña con el salvavidas negro, comenzó a preguntarme cuándo había llegado a la isla, si conocía esa playa y cómo me llamaba. Ella, que no sabía nadar, se dejó enseñar a flotar sobre tanta serenidad y con un juego de palabras me dijo su nombre y dónde vivía para salir del mar con la misma rapidez de sus preguntas, traer a su padre a la orilla y contarle lo que había aprendido. Se fue al instante, aunque dejó su entusiasmo en el medio de todo.
Lanzarse al mar de cualquier forma se parece a la libertad. Por eso me gusta ver cómo saltan desde la lancha varios chicos a los que se les van las horas pescando y nadando, entre una risa despreocupada. Los miro desde lejos y puedo llegar nadando hasta dónde están, pero no puedo saltar con esa alegría y lamento tener esa lesión que llevo a cuestas, así como lo hice días antes parada en un muelle de otra playa, la de El Yaque. Había inocencia y felicidad en cada salto y les hice muchas fotos; como si cada una fuese mi propio intento de divertirme sin reparo.
La niña y su salvavidas negro
El día se les fue en saltar y nadar
También saltaban desde el muelle en playa El Yaque
Eran casi las tres de la tarde cuando el brillo del sol comenzó a posarse sobre el agua de Zaragoza. Un brillo que te hace entrecerrar los ojos, caer en letargo. La brisa salada adormece y cada sonido cobra sentido, al menos para mí. Entonces, se acerca la hora de irnos y volvemos a pasar entre las casas de colores con el sol sobre los hombros, con el bostezo a punto, con el silencio propio que siempre te deja el mar.
PARÉNTESIS. Playa Zaragoza está en el valle de Pedro González en la isla de Margarita y por eso a veces la llaman con ese nombre. Está a 45 minutos de Porlamar y no hay transporte que lleve a la zona, a menos que se pongan de acuerdo con un taxista para que los deje allí y los busque. Hay, entre sus casas coloniales, un restaurante y un mini mercado. Tiene estacionamiento y servicio de toldos y sillas.