La costa occidental de Asturies esconde rincones de gran belleza que apenas son conocidos. Pequeñas calas, en ocasiones de unas pocas decenas de metros de longitud a las que muchas veces solo se puede acceder por estrechos y peligrosos caminos en el acantilado. En invierno, la mayoría de estas playas están desiertas y solo algunos pescadores y mariscadores locales bajan de vez en cuando cuando la mar se lo permite.
Son playas de cantos rodados que las olas mueven y cambian de sitio con las mareas, playas con rocas de aristas afiladas y otras pulidas y erosionadas después de muchos años, playas ruidosas y vivas.
Afortunadamente no son playas cómodas para la mayoría de los bañistas de toalla y crema solar, a pesar de que en algunas se han construido accesos con escaleras y barandillas de muy dudoso gusto, y esto las ha salvado de la especulación urbanística y de la basura multicolor con que nuestra especie decora las playas en las que se siente más a gusto.
Y es ahora, en invierno, con cielos grises y nubes amenazadoras, con olas que rompen contra el acantilado y con el ruido de las piedras arrastradas por la resaca, cuando nos enseñan todo su encanto.