El sol se acababa de esconder tras las copas de las gigantescas cicadáceas que cubrían el horizonte y sus rayos se filtraban entre las hojas, pinnadas a modo de grandes plumas vegetales, tiñéndolas de púrpura y oro. Los graznidos de los enantiornites en busca de insectos, que zumbaban desafiantes escondiéndose entre las flores de las magnoliofitas más próximas al suelo, se estremezclaban con los gemidos del viento jugueteando con las ramas que acariciaban las nubes. El peligro y la aventura esperaban. Había llegado la hora.
- Karim no es muy grande, pero es valiente.
- Espera, Karim –dijo Jamil, sujetándole por el brazo.
- ¿Para qué? Ya está decidido.
- Entiendo que yo sólo soy un crío como tú. Aunque te quiero como a un hermano, no tengo mucha experiencia en la vida. Pero vayamos a ver al anciano de la tribu. Él siempre tiene palabras sabias para quien le escucha. Nadie emprende un viaje ni arregla un negocio sin consultar antes con él.
- ¿Me dejarás marchar tranquilo si lo hago?
- Cuenta con ello.
Nadie sabía a ciencia cierta qué edad tenía el anciano Zahid. Los mayores de la tribu decían que siempre había sido viejo, que cuando ellos nacieron y abrieron los ojos al mundo ya tenía el cuerpo lleno de plumas canas y se movía con ayuda de aquel grueso bastón de sicomoro. Cada vez salía menos de su cabaña y había corrido el rumor de que sus días estaban acabando, rumor que el propio Zahid alimentaba no tanto para obtener la conmiseración de sus paisanos como para hacerles ver la necesidad de buscar un relevo. Lo cierto es que no faltaba quien le llevara la comida ni quien limpiara su cabaña cada día y, aunque él insistía en que no quería ser una carga, lo agradecía siempre con sabios consejos que valían mucho más que la atención recibida.
Jamil y Karim encontraron la puerta abierta, como era habitual, pero no se atrevieron a pasar. Aunque el anciano Zahid era ciego, les reconoció inmediatamente y les invitó a entrar.
- ¡Karim, Jamil! Pasad, hijos míos. ¡Qué alegría que la juventud venga a traer un poco de energía a este viejo decrépito.
Los chicos entraron y se sentaron en el suelo frente a él. Karim estaba un poco impresionado por los iris glaucos del viejo saurio, así que Jamil tomó la iniciativa.
- Venimos… a pedir consejo, anciano.
- ¿Y qué consejo os puede dar un saurio moribundo que no puede ni tenerse en pie? Vosotros estáis en la flor de la vida, disfrutad del mundo y olvidad los problemas. Mañana se os caerán los dientes y no podréis corretear tras las jovencitas.
- ¿Ves? –salió al quite Karim, devolviendo una mirada de suficiencia a su amigo.
- Ah, pero no eres tú, Jamil, el que necesita de mi ayuda, sino el impetuoso Karim –el aludido volvió el rostro hacia el anciano, expectante-. Todos dicen que es pequeño, pero él sabe que el ardor que alberga en su pecho no cabe en el de los grandes saurios que le miran desde arriba –Karim enmudeció.
- Quiere salir solo a cazar para demostrar que ya es adulto –aclaró Jamil.
- Vaya. Es verdad, has crecido mucho, Karim. Aunque no puedo verte, tu voz suena ya ronca y poderosa. Sin embargo, debes ser aún más grande de lo que imagino, porque los saurios de la tribu salen siempre a cazar en grupos de tres o cuatro. Me recuerdas al protagonista de una vieja leyenda que contaba el anciano de la tribu cuando yo era aún más joven de lo que tú eres ahora.
- ¡Cuenta, cuenta! –le increpó Jamil, presa de la excitación.
- ¿Tú también quieres oírlo, Karim?
- …Claro, claro –dijo a regañadientes, para no ser descortés.
El viejo saurio apoyo los codos en el suelo y se inclinó hacia atrás, arqueando la espalda hasta que le crujieron varias vértebras. Después se chasqueó los nudillos con parsimonia y tanteó el bastón para comprobar que seguía a su lado. Karim cerró los ojos y apretó los dientes, temiendo por su integridad física, pues tenía una fe ciega en aquel viejo aforismo gondwanés que dice “Ojos que no ven, escamas que no sienten”. Ignorante de la reacción del joven, que de haber conocido le habría provocado una buena carcajada, el anciano Zahid cogió aire y comenzó su relato:
- Está bien. Seguramente, habréis oído hablar del gran río que corría tras las montañas de la tierra de los grandes saurópodos –los chicos asintieron con la cabeza, olvidando que no podía verles-. Hoy no hay más que arena y polvo allí, pero hace muchos muchos años sus aguas regaban un vergel como no se ha visto otro en esta zona de Gondwana. Fue entonces cuando tuvo lugar esta historia, que trata de un gran dinosaurio al que le encantaba navegar sin cesar y no esperaba tener que acabar jamás…
Plegando velas
Jnum, el gran creador, surcaba la tierra preñándola de vida. Los juncos se inclinaban respetuosos a su paso y los paleobatracios le dedicaban pintorescas danzas rituales brincando sobre gigantescos nenúfares, haciendo saltar las gotitas de agua como fuegos artificiales. En la orilla abrevaban algunas crías de ornistiquios, vigiladas de cerca por sus mayores, cobijados bajo las palmeras que, de cuando en cuando, les obsequiaban arrojándoles algún fruto. Tem, que había nacido de un huevo surgido en el seno de Jnum, había descendido del firmamento como cada tarde para bañarse en sus aguas, a las que hacía brillar al transformarse en fuego que llevaba la corriente.
En el centro del cauce, un tronco flotaba apaciblemente a la deriva hasta que unos pequeños círculos concéntricos se formaron en la superficie del río, anunciando a un pequeño bichir [1] que ascendía a respirar. Atraído por el chapoteo de aquel inesperado visitante, el tronco pareció modificar levemente su trayectoria. Despreocupado, el pez aprovechó la excursión para acudir a devorar un infortunado insecto que flotaba inerte a poca distancia del punto donde había emergido. Cuando aún se estaba relamiendo, un estruendo sonó tras el madero, que ya estaba prácticamente a su altura, y una gigantesca vela surgió de la nada tras él, escupiendo agua en todas direcciones. El tronco se abrió por la mitad y dejó ver una monstruosa hilera de dientes que albergaba en su interior, aunque para entonces el bichir estaba ya a muchos metros de distancia, refugiado bajo el lodo del fondo del río.
- Maldita sea, otro que se me escapa –se lamentó el espinosaurio [2] cuya cabeza hemos confundido con uno de los troncos que, a veces, caen al agua y son arrastrados por Jnum hasta más allá de donde alcanza la vista.
- ¿Cómo no se te van a escapar, con el escándalo que armas? –le espetó Zántar, el gran aegisuchus [3], al que todos los cocodrilos del río respetaban y temían- Lo raro sería que pescaras algo.
- Lo… lo siento, Zántar. No puedo evitarlo. Cuando estoy a punto de conseguir la presa, la emoción me puede y se me despliega la vela. Es un acto reflejo.
- Mira, Mwiba. Te he cogido afecto y me duele tener que decirte esto, pero los chicos no paran de quejarse de que les espantas la pesca.
- ¿Quién dice eso? ¿tal vez Mamba? ¿Gharial?
- Todos. Sabes que tienen razón. Mjusi lleva dos días dando de comer gusanos a sus hijos porque asustas a los peces. Me han pedido que te sugiera que te busques otro sitio donde vivir.
- Zántar… Yo…
- Con tu envergadura no tendrás problemas en cazar ictiosaurios en el mar o adentrarte en el bosque, donde acabas cenando muchas noches. Incluso puedes seguir en el río si quieres, basta con que te traslades a otro meandro...
- Pero vosotros sois mi familia, mis amigos. No conozco a nadie fuera de aquí
- Eres buena gente. Seguro que no tardarás en hacer nuevos amigos.
Zántar se sumergió en el agua y Mwiba permaneció largo rato observando emerger las burbujas que dejó tras de sí a modo de despedida. Finalmente, el terópodo no pudo resistir la tensión y comenzó a derramar lágrimas de cocodrilo, aunque no lo fuera.
- ¿Por qué lloras, espinosaurio? –le increpó un sapo desde un nenúfar cercano. Mwiba sabía que los sapos no se comen, porque son venenosos. Y el sapo sabía que Mwiba lo sabía, así que no corría ningún peligro.
- No soy un espinosaurio, sino un espinosuchus [4].
- Eres demasiado grande para ser un espinosuchus. Además, estás en el lugar y tiempo equivocados.
- Pareces muy listo, beelzebufo [5].
- De nuevo yerras. Un beelzebufo jamás se subiría a un nenúfar como éste.
- ¿Qué eres, entonces?
- ¡Anda, éste! Yo soy yo ¡Qué manía de clasificarlo todo! ¿No pretendes tú ser diferente?
- Tienes razón… Pero antes me has llamado espinosaurio…
- Porque no sabía tu nombre.
- Mwiba.
- Encantado, Mwiba. Yo soy Chura y adoro los insectos… aunque te confieso que, de vez en cuando, también me meriendo algún dinosaurio. No tan grandes como tú, claro.
- Ngome dice que los sapos son unos mentirosos.
- ¿Y quién es Ngome, si puede saberse?
- Una amiga laganosuchus [6].
- ¿Y dónde está esa amiga, ahora que la necesitas?
Mwiba recordó las palabras de Zántar. No había mencionado a Ngome, pero había dicho que todos deseaban que se marchara. En su corazón, deseó que Ngome no formara parte de todos. Una desagradable sensación le ascendió por la garganta desde la boca del estómago. No estaba seguro de que fuera hambre pero, en cualquier caso, no iba a comerse a aquel sapo porque sabía que Ngome no le engañaría. Además de unos mentirosos compulsivos, los sapos eran venenosos.
- Debe estar durmiendo. Siempre se acuesta temprano porque tiene que madrugar mucho para ir a trabajar.
- Entonces, parece que sólo puedes contarle tus penas a un sapo mentiroso.
- ¿Y por qué te las habría de contar?
- No tienes porqué. Puedes seguir llorando sin nadie que te escuche ni te consuele. En realidad, yo ya me iba. Parece que no hay más insectos por aquí y no veo dinosaurios que me quepan en la tripa.
Chura dio un salto hasta la orilla. Hinchaba y deshinchaba los carrillos mientras croaba de modo grosero, buscando entre la hierba algo que echarse a la boca. Pero el espinosaurio ya había dado una batida por esa zona y sabía que no había nada.
Sin saber muy bien porqué, Mwiba recordó cómo se reía Ngome cuando le pidió que le acompañara a Shedet para hacer juntos una ofrenda a Suchus. El vacío que sentía en su interior se hizo repentinamente mucho más grande y notó que las sienes le apretaban hasta dificultarle pensar. Movido de un irreflexivo impulso, se encaramó a la ribera, junto al batracio. Chura se dio la vuelta y, brincando sobre el tronco de un árbol caído, se irguió sobre sus patas posteriores, bufando e hinchándose como un globo a punto de desinflarse.
- ¿Qué haces? –preguntó inocentemente Mwiba.
- No te acerques más o no respondo –le advirtió el sapo, supurando veneno por todos sus poros, aunque era obvio que no era rival para el terópodo, que de un solo zarpazo podía reducirlo a la nada.
Mwiba retrocedió un par de pasos. En verdad, los sapos eran unos mentirosos. Le había ofrecido su ayuda y ahora le amenazaba de aquel modo. Claro que tampoco le había escuchado ofrecérsela claramente. Muchas veces, Mwiba entendía cosas que no eran y esto le causaba muchos disgustos.
- Perdona, Mwiba –reaccionó finalmente el anuro, recuperando su porte habitual-. Me puse nervioso. Creí que ibas a hacerme daño.
- Yo… -el espinosaurio estaba confundido- Nunca le he hecho daño a nadie. Y no como sapos.
- Entonces… ¿es por esa laganosuchus por la que lloras?
- No... no sólo. También están Mamba el hamadasuchus, Gharial el elosuchus o Mjusi, la araripesuchus [7]. Zántar dice que no quieren que me quede en el río porque les espanto la pesca con la vela.
- Déjame averiguar. Zántar… ¿el tarzanidosuchus?
- ¿Qué es eso? –Mwiba no conocía la ironía- No, no. Zántar es un gran aegisuchus [8], es el líder de la manada.
- Seguro que tú eres más grande que Zántar. Podrías formar tu propia manada, si quisieras.
- ¿Cómo voy a hacer eso si ni siquiera puedo controlar cuando se me despliega la vela?
- ¿De modo que ése es todo el problema? Pero, bueno… ¡si eso es muy fácil, saurio!
- Ah, ¿sí?
Los ojos del espinosaurio no le cabían en las órbitas. Sacudió enérgicamente la cabeza a un lado y otro para expulsar los restos de agua que pudieran suponer un obstáculo para sus orificios auditivos. Dobló las patas y dejó reposar el vientre sobre la yerba.
- Pues claro. Conocí a otro espinosaurio que había tenido un problema parecido al tuyo y me dijo que para evitar ese tipo de reacciones bastaba con…
En ese preciso instante, el tronco sobre el que estaba Chura se abrió de par en par, tragándoselo de un bocado.
- ¡Burp! -eructó Ngome, la propietaria de aquellas terribles fauces- Hola, Mwiba.
- ¡Ngome! ¿Qué has hecho? –dijo el espinosaurio, presa de la frustración más desesperante.
- Pues ya ves, cenar. Lo siento, chico, tendrás que buscarte otro bocado.
- Pero… ¿no decías que los sapos eran venenosos?
- Eh… Sí claro, pero sólo si les enfadas.
El silencio y la enigmática sonrisa del anciano Zahid hizo que Karim y Jamil cruzaran sus miradas, desconcertados. No estaban seguros de que el cuento hubiera terminado y no querían interrumpir pero, si lo había hecho, era muy descortés por su parte no agradecer al anciano su tiempo y sus enseñanzas. Finalmente, fue Jamil el que rompió el hielo.
- Muy… interesante.
- Y bien, Karim ¿ya sabes lo que vas a hacer? –dijo Zahid con cierta autosuficiencia.
- Sí, claro. Me alegro de haber venido antes de hacer ninguna tontería. Tus palabras siempre son sabias. Gracias, maestro.
Los jovenes salieron de la choza sacudiéndose la arena pegada a las patas. Karim caminaba delante, dirigiendo sus pasos con firmeza al rincón junto a su cabaña donde solían jugar a las tabas. Jamil le seguía de cerca, contento por su cambio de actitud, aunque quiso cerciorarse de que era firme:
- Entonces, ¿ya no te quieres marchar a cazar solo?
- ¿Estás loco? ¿Es que no has oído el cuento del anciano?
- Claro, pero no estaba seguro de que lo hubieras entendido… ¿Quién sale? –dijo Jamil, sacando del bolsillo un astrágalo de saurópodo tan gastado de rodar por el suelo que parecía de cocodrilo.
- ¿Y qué hay que entender? Había pensado ir a coger sapos a la charca, pero no sabía que eran venenosos. Sal tú si quieres.
CHARLIE CHARMER
-----[1] Pez polypteriforme africano de hábitos nocturnos, alargado, con pulmones y aletas radiadas.[2] Enorme terópodo con cabeza cocodriliforme y una vela sostenida por largas espinas en la espalda.[3] Cocodriliforme gigantesco de largo hocico y cráneo en forma de escudo.[4] Supuesto cocodriliforme del triásico norteamericano que, posiblemente, fue un lagarto trilofosáurido.[5] Enorme anuro cretácico acorazado, propio de ambientes áridos.[6] Cocodriliforme estomatosúquido (de cráneo plano y alargado como un pico de pato y mandíbulas en “U”).[7] Diferentes cocodriliformes del cretáceo magrebí.[8] Cocodriliforme gigantesco, considerado ancestro de todos los cocodrilos y también conocido como “Shieldcroc” (cocodrilo-escudo) por la forma de su cráneo.